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Somos extraños

Por Andrea Blanqué

Concha García es una escritora nacida en Andalucía en 1956, que reside en Barcelona desde niña. En su libro de viajes que publicó este año, referido exclusivamente a una de sus estadías en Montevideo, se declara "más uruguaya que catalana, más española que andaluza". Escribe en castellano, no en catalán, aunque su acento cuando habla el español la delata como una habitante de Cataluña. Quizás por padecer el sentimiento de no pertenencia a su patria de adopción, por sentirse huérfana de raíces, perdedora de casas, amores, ventanas, cocinas, vasos de vino compartidos, es que resulta tan embriagador este libro titulado La lejanía. Cuaderno de Montevideo.

Es un diario de viaje, pero la voz que relata el encuentro entre esta extranjera y la ciudad no menciona nunca la palabra "diario". Y aunque tiene entradas pautadas por fechas y está escrito en presente, no se deduce el año en que escribió este libro. Tampoco si fue el primero a Uruguay, aunque sí el iniciático.

Ambivalencia

Concha García ha escrito una larga lista de poemarios, varios de ellos premiados en concursos prestigiosos como el Jaime Gil de Biedma y, aunque tiene publicada una novela y un libro de ensayos, es muy conocida en España como poeta. De hecho, constituye una de las escasas mujeres que se han incluido en una importante antología de poesía publicada en Nuevos Textos Sagrados, de Editorial Tusquets. El antólogo Soria Olmedo eligió 50 poetas de fines del siglo XX en castellano, y en la colección solo incluyó nueve mujeres. Esta cuestión de las antologías y de la escasez de escritoras en ellas es algo que perturba a García hasta aquí, en Montevideo.

En este libro la autora concluye que para viajar se necesitan solo tres pilares: "salud, curiosidad e impulso". La frugal ropa y los libros quedan en la habitación del hotel junto al pan, la miel y el queso comprados en el supermercado más cercano.

La literatura de viajes tiene una tradición impresionante en el acervo universal: desde Homero y Virgilio, pasando por Marco Polo, llegando a una explosión en el Renacimiento cuando los descubrimientos geográficos y el avance tecnológico de la navegación desparramaron una multitud de seres humanos por el globo, ávidos por registrar ese cambio en el mundo y en sus propias vidas.

Pero este no es el interés de Concha García cuando recorre Montevideo con su cuaderno. "Montevideo está todavía en el eje preciso de los tiempos que pasaron y los que todavía no han llegado. Más viva que muerta, más creativa que perezosa, más afectiva que inestable".

No podría decirse que Concha García idealice Montevideo. Hudson, otro viajero en tierra uruguaya, el extranjero permanente (en Argentina donde creció en una comunidad angloparlante, en Uruguay como gringo, en Inglaterra como homeless y finalmente en Londres como el intelectual que nunca abandonó la barbarie), mostró en La tierra purpúrea una admiración por el incipiente Uruguay (la galería de mujeres hermosas que se va encontrando por las estancias es emblemática), que no lo exonera del acto de horrorizarse constantemente. Más allá de la sangre derramada que mancha hasta el título, a Hudson lo sorprenden la indolencia y la decisión de los orientales que, rodeados de millones de cabezas de ganado, jamás toman un banquito para ordeñar las tetas de una vaca. Para Hudson en 1868 no se comía aquí ni queso ni se tomaba leche, porque el único gesto de esta tierra para buscar comida era el tajo realizado por el cuchillo. Es sorpresa, pero también de algún modo horror.

Algo de esto hay en Concha García. Su ambivalencia hacia Montevideo es notable. Por un lado deambula, callejea, mira el cielo insuflado de viento que se lleva lejos la contaminación, recorre playas (llega hasta Piriápolis y el Polonio) y prefiere en su recorrido -que no tiene nada de sonámbulo- sobre todo el Montevideo ruinoso y viejo. Se admira por la belleza de los altísimos plátanos que cubren como una bóveda las calles, se sabe el número exacto de ellos en la ciudad, pasea por el cementerio maravillada por el arte funerario y sus decenas de estatuas, toma fotos -que incluye- de atardeceres gigantescos, pero al mismo tiempo esta ciudad la asombra por la huida de sus habitantes hacia otros mundos. Al Montevideo nuclear lo han abandonado los montevideanos, aunque 18 de Julio le resulte llena de gente que parece no esperar nada salvo un ómnibus.

La impresión que le dan la Ciudad Vieja, el Barrio Sur, Palermo y La Comercial es de un mundo donde se dejó de estar. Menciona la belleza de los palacetes decimonónicos del casco antiguo que muestran hierba en sus paredes agrietadas. En una ciudad con tantas casas bajas y sombreadas por el verde de los plátanos, nadie parece asomarse a los balcones o ventanas.

Ella sí lo hace: la autora escruta desde su habitación de hotel las azoteas de Montevideo. Investiga y encuentra con su simbólico catalejo una terraza con un sofá que en lugar de tirarse a la basura se ha dejado allí; la increíble cúpula del edificio de 18 y Yaguarón; el tránsito espantosamente estrepitoso para alguien que viene del Primer Mundo.

Y mientras recorre apunta la pobreza, que para ella no se irá nunca más de este país: pura pobreza ante sus ojos, niños con rostros "sin maldad" bajándose del carro con caballo a revolver basura, amontonamiento perenne de vendedores callejeros -con sus stands que ocupan cada arteria- pensiones, bares roñosos. Según Concha García, que no parece querer fijar su mirada en un exacto momento histórico, es una pobreza que solo crecerá.

Pero esta ciudad con sus decenas de detalles de belleza la acompaña en su recorrido por sí misma, por su conciencia y sus lecturas, como se produce en todo viaje. Estar lejos de. Olvidar a. Los viajes siempre tienen algo de ello. Y el Montevideo que acoge a Concha García diríase que hasta con dulzura, le permite no sufrir.

Mutación de tendencia

El pasado, la pérdida, el desamor, son un horizonte tan lejano que Montevideo sustituye con sus fachadas de iglesias sostenidas por un palo, con sus lehmeyunes de la calle Nueva Palmira elaborados por un armenio que sobrevivió a un genocidio, con sus libros de poetas mujeres de nombres sonoros y extraños, señales de la búsqueda de la libertad de quienes fundaron este país: Idea, Marosa, Selva, Delmira, Ida, Circe, Nancy, Amanda.

La autora las lee y las relee, medita acerca del curioso hecho de que, nacidas en la periferia del mundo, jamás van a figurar entre las estrellas de la literatura del planeta. Luego está el pensamiento colocado en aquellas poetas españolas de las que ha venido a hablar en una serie de clases a la Facultad de Humanidades, las escritoras que, según García, escribían versos pero limpiaban la casa y ni siquiera tenían derecho a suicidarse para no dejar sin madre a los hijos.

La obra de Concha García es vasta y ya ha sido reunida hasta el año 2003. Leyendo sus poemas se advierte una mutación de la tendencia a explicitar y festejar por medio de la poesía el amor lesbiano, hacia otro fluir que ya quedó para no irse de su escritura: el registro de la soledad, de las casas de quien vive solo, las mudanzas, los desapegos, las anchas camas de quien no ha tenido hijos.

Esta tendencia se confirma también en La lejanía..., pero rompe su insistencia con el renacer que significa el viaje, el encuentro con la ciudad extraña que se mira con ojos asombrados, un mundo americano creado por forasteros, por gente que olvidó su lengua, y que de sus ancestros quedan solo melancólicas fotografías y humeantes platos de pasta.

Fuente: El País (Uruguay)



Ficha:

LA LEJANÍA. CUADERNO DE MONTEVIDEO
Concha García
Ediciones Carena
Barcelona, 2013
116 páginas

 

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