El encarcelamiento de los dos titiriteros por un supuesto delito de enaltecimiento del terrorismo en el marco de una representación de marionetas en los Carnavales de Madrid (desatendiendo la naturaleza estrictamente transgresora tanto del género como de los propios Carnavales, así como el carácter contextual y la diégesis de la representación) y la investigación (eufemismo oscurantista emanado de la nueva terminología penal para suplantar la figura de la “imputación”), por el supuesto delito de “profanación”, del artista navarro Abel Azcona, quien realizó una obra con hostias consagradas en el marco de su proyecto Amén, donde denuncia los recurrentes casos de pederastia en la Iglesia católica, sumados a los ya preocupantes antecedentes del secuestro de la revista El Jueves por unas caricaturas del rey y al procesamiento del músico César Strawberry por un supuesto delito de humillación a las víctimas del terrorismo, pintan un panorama muy negro para las libertades fundamentales en España, en especial para las libertades de creación y expresión artística (consustancialmente críticas con las instituciones hegemónicas, el orden establecido y la "autoridad").
Es sintomática -o aquello es producto de- la presencia de un personaje tenebroso como Jorge Fernández Díaz, ultracatólico declarado, al frente de un ministerio tan sensible para las libertades en una sociedad secularizada como es el Ministerio del Interior, de quien depende la mayor parte de la capacidad coercitiva del Estado. Las libertades públicas en España, con la aplicación de la llamada Ley Mordaza, están retrocediendo peligrosamente a estadios anteriores a la Ilustración.
Cabría pensar que el problema de fondo no son tanto las formas discutibles de la aplicación de la ley (el hecho de que el juez responsable de declarar prisión sin fianza para los titiriteros haya sido policía durante los estertores del franquismo no ayuda a confiar en la imparcialidad de su criterio), sino la propia legislación, que permite a las instituciones perseguir a los ciudadanos por manifestar sus opiniones o por atentar contra la sacralización de los símbolos religiosos o nacionales, retrotrayéndonos a un mundo brumoso en el que se confundía el derecho de culto con la prohibición de la crítica. El arte tiene una función social transgresora e iconoclasta, y negarle esta libertad es negar la conciencia crítica y la capacidad liberadora que define a todo arte valioso. Parafraseando a Georges Bataille, cuyas obras hoy escandalizarían a las mentalidades castradoras que regulan la vida pública, en primer lugar es importante definir lo que pone en juego el arte, que no se puede reducir a servir a un señor. NON SERVIAM es, se dice, el lema del demonio. En ese caso el arte es diabólico.
Siga siendo entonces.