Construcciones. Por John GardnerConstrucción de la Trama y Punto de Vista en la Narración

 

Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad –sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuidad, sin jactancia ni cohibición– está en condiciones de apreciar en su totalidad la «generosidad» de la ficción. En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Uno de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela significa contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener siempre al lector en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual.

            Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre –llamémosle Frank– no le dice a la muchacha –que podría llamarse Wanda– que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.

            Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punto salta y exclama: «¡Sorpresa!». Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero. (Ese falso narrador tan del gusto de los novelistas contemporáneos no viola el pacto. No es el autor quien habla en dicho caso, sino un narrador ficticio, un personaje al que hay que vigilar y del que hay que aprender a desconfiar. Pero si el propio autor no es digno de confianza, huimos de él como de un asesino armado con un hacha).

            Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe; lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima puesto que no conoce los hechos que le permitirían optar por alternativas importantes, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando su papel de hija o bien escogiendo violar el tabú del incesto. Cuando el personaje central es una víctima, no quien actúa sino sobre quien se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que actúe en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es; y en algunas narraciones –las de Kafka, por ejemplo– se adapta a los objetivos de la ficción «seria» el recurso central de cierto tipo de literatura cómica, el protagonista-bufón maltratado por el mundo, personaje del que nos reímos porque la mala aplicación que hace de sus estrategias y creencias parodia la nuestra. (No es que los protagonistas de Kafka –o de Beckett– no intenten hacer cosas; es que lo que intentan hacer no da resultado). En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y con la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos.

            El escritor más hábil o experto proporciona al lector a su debido tiempo la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse: «¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?», lo que se plantea es: «¿Qué hará Frank a continuación? ¿Qué diría Wanda si Frank decidiera…?», y así sucesivamente. Y al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever; y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo de la acción en una dirección que no sería la natural o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en el lugar de éstos.

            Si el personaje de Frank está bien construido, si tiene vida, el lector se preocupa por él, le comprende, se interesa por las decisiones que toma. Así, si Frank, en determinado momento, por cobardía o indecisión, opta por algo que a cualquier persona decente le parecería mal, el lector se sentirá turbado y avergonzado, tanto como si alguno de sus seres queridos o él mismo hubieran optado por ello. Y si Frank actúa con valentía o al menos con honradez, desinteresadamente, el lector se enorgullecerá como si él mismo o alguien próximo a él se hubiera comportado correctamente, orgullo que, en el fondo, expresa el placer que proporciona la bondad no sólo del personaje sino de la propia humanidad. Si finalmente Frank obra correctamente y Wanda se conduce con nobleza inesperada (pero no arbitraria ni forzada por el autor), el lector se sentirá aún mejor. Ésta es la moralidad de la novela. La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta –o, en todo caso, lo hace indirectamente–; la buena narrativa ratifica que hay que ser responsable y actuar con humanidad.

            El joven escritor que comprende por qué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa, en el sentido más amplio del término. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final: ¿cometerán incesto o no, una vez que conocen la situación? Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, el servidor de ésta, y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.

 

Extracto de “Para ser Novelista” de John Gardner