Elementos técnicos de estiloPor Robert Louis Stevenson

 

La elección de las palabras

 

La literatura destaca de entre sus artes hermanas porque el material con el que el artista trabaja es el dialecto de la vida. De aquí deriva, por un lado, la extraña frescura e inmediatez con la que se dirige a la mente del público, que se halla dispuesto y preparado para entenderlo; pero, por otro lado, también una singular limitación. Las artes hermanas se benefician del uso de un material plástico y dúctil, como la arcilla del modelador: sólo la literatura se ve condenada a trabajar en mosaico con palabras finitas y bastante rígidas. Todos hemos visto esos bloques de construcción, apreciados en la guardería: éste representa una columna, el otro un frontón, el tercero una ventana o una vasija. Es con bloques de tamaño y forma tan arbitrarios como éstos con los que el arquitecto literario se ve condenado a diseñar el palacio de su arte. Y esto no es todo, porque dado que tales bloques, o palabras, son la moneda corriente de nuestros asuntos diarios, no existe aquí la posibilidad de servirse de ninguna de las supresiones por medio de las cuales las otras artes obtienen alivio, continuidad y vigor: no hay toques jeroglíficos, ni suaves impastos, ni sombras inescrutables como la pintura: no hay paredes blancas como en la arquitectura: sino que cada palabra, frase, oración y párrafo deben moverse en una progresión lógica y expresar un significado claro y convencional.

 

Ahora bien, el primer mérito que atrae en las páginas de un buen escritor o en la charla de un conversador brillante es la acertada elección y confrontación de las palabras utilizadas. Es, ciertamente, un raro arte el tomar estos bloques, rudimentariamente concebidos para su uso en el mercado o en el bar, y, a base de aplicación, dotarlos de los más admirables significados y distinciones, devolverles su energía primordial, transferirlos ingeniosamente a otros propósitos o hacer de ellos un tambor que despierte las pasiones. Pero aunque este tipo de mérito sea sin duda el más notorio y evidente está lejos de hallarse presente por igual en todos los escritores.

 

[…]

 

El prestidigitador hace malabarismos con dos naranjas, y nuestro placer al contemplarlo deriva de esto: que nada se descuida o se sacrifica ni por un instante. Lo mismo ocurre con el escritor. Su designio, que estriba en agradar a un oído hipersensible, se rige siempre en primer lugar por las demandas de la lógica. Cualesquiera que sean las oscuridades y las complejidades del argumento, la pulcritud del tejido no debe sufrir por ello o el artista se mostrará incapaz de estar a la altura de su plan. Y, por otro lado, no debe elegirse la forma de las palabras, no debe atarse el nudo entre las frases a no ser que nudo y palabras sean precisamente los requeridos para impulsar e iluminar el argumento; porque equivocarse en esto es como estafar en el juego. El genio de la prosa rechaza el cheville (relleno) con énfasis no menor que las leyes del verso; y el cheville, quizá deba explicarlo a alguno de mis lectores, es cualquier frase sin sentido o falta de sustancia que se utiliza para enfatizar el equilibrio de sonidos. El diseño y el argumento viven el uno en el otro; y por la brevedad, claridad, encanto y énfasis del segundo es por lo que juzgamos la fuerza y aptitud del primero.