Vacaciones en el espacioEl hecho de que la industria del turismo sea una actividad netamente moderna hace que cada uno de sus hitos se conozca en detalle. Sus fechas, sus recorridos, su duración, sus magnitudes, sus precios, sus incidencias. El primer viaje organizado por Thomas Cook («joven tornero de la madera, abstemio y lector de la Biblia»), considerado como la primera excursión turística de la historia, tuvo lugar el día 5 de julio de 1841. Se sabe que Cook fletó un tren para trasladar a unos 500 miembros de la sociedad antialcohólica de la que era un destacado miembro. El viaje cubría la distancia entre Leicester y Loughborough, en Inglaterra, apenas unos pocos kilómetros. El motivo era acudir a un mitin en el parque del señor Paget, donde se pronunciarían discursos y soflamas antialcohólicas. Se sabe que el tren salió puntual, of course. El viaje de ida y vuelta costaba un chelín. Se sabe que el grupo de abstemios que formaban el contingente bebió abundante limonada. Se sabe que uno de los viajeros sufrió una indisposición, etc.

 

Qué decir del viaje del Titanic: se conoce hasta el número de piezas que tenía la vajilla de abordo. Se han escrito crónicas detalladas de cada una de las más importantes excursiones de ocio o esparcimiento organizadas por las «agencias de viaje».

 

            Los de Cook, sin embargo, no fueron los primeros turistas. El personaje que ocupa el lugar de «primer turista occidental» es el italiano Giovanni Francesco Gemelli-Careri, que a finales del siglo XVII hizo un viaje alrededor del mundo con el solo propósito de pasárselo bien, de conocer tierras lejanas, de acercarse al otro, de cambiar de aires. Bien pensado, quizá el germen de todo esto ya estuviera en Heródoto. Según cuenta Gemelli-Careri en Giro del Mondo (1700), las cosas le fueron bastante bien.

            Pero esa es otra historia. El hito turístico que se ha alcanzado en estos días y que satura el ámbito informativo viene marcado por los primeros viajes tripulados de Virgin Galactic y Blue Origin al espacio. Las empresas de Richard Branson y Jeff Bezos han librado su particular carrera espacial de baja intensidad. Branson salió antes, pero Bezos subió más alto. Lo importante del caso, sin embargo, es que estos viajes constituyen la piedra de toque del turismo espacial, que atendiendo al nivel de intuición comercial de sus impulsores será con toda seguridad un negocio multimillonario. A esto habría que sumar las colaboraciones de Space X (de Elon Musk) con la NASA y su proyecto de regularizar los viajes a Marte.

            El turismo espacial y las vacaciones interplanetarias eran hasta ahora un producto exclusivamente de la ciencia ficción literaria y cinematográfica. Podría decirse que estos viajes nacieron en la imaginación y son más bien una forma extrema, la más extrema concebible hoy en día, del viaje de aventuras, entendido en este caso como un subgénero del turismo de ricos (de muy ricos) y de la testosterona proyectada a la estratosfera.

 

De turistas y viajeros

 

            Apenas nada es lo que puede aportar la distinción entre el turista y el viajero para pensar sobre este nuevo tipo de viajes, una distinción que ha ocupado gran cantidad de páginas en la apretada bibliografía del género, hasta el punto de constituir un tropo en sí mismo. Algunos de estos intentos, de tan serios, llegan a dar vuelta de campana, como pasa en el caso de Paul Bowles, que es quien quizá más y mejor ha pensado la dialéctica turista-viajero:

            «Otra importante diferencia entre el turista y el viajero es que el primero acepta su civilización sin cuestionarla; no así el viajero, que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan».

            Si tenemos en cuenta que una obra arquetípica de la literatura de viajes moderna, el Viaje a Oxiana (1937) de Robert Byron, modelo radical para viajeros y escritores del género tan relevantes como Bruce Chatwin, aporta una lucidez impar y resulta de una insoportable altivez anglocéntrica, difícilmente podemos aceptar como un axioma válido la propuesta de Bowles. Es complicado marcar una distinción muy clara sin caer en cierto elitismo, en el fondo insustancial, que acaba por mistificar la figura del viajero. La cuestión nuclear sigue estando en el orden de la mirada, en la capacidad para evitar los prejuicios y los tópicos: el mismo viaje realizado por Ella Maillart y Annemarie Schwarzenbach, unos pocos años después, proyecta una mirada más «limpia» pero no necesariamente un mejor texto. Robert Byron aportó lo suyo al tema, haciendo girar el foco de la autopercepción del viajero a la percepción que de él tienen los indígenas:       

            «Si vienes de Londres a Siria por negocios, entonces tienes que ser rico. Si vienes de tan lejos y no es por negocios, entonces tienes que ser muy rico. A nadie le importa si el lugar te gusta, si lo odias o qué. Eres tan solo un turista, del mismo modo que un primo es un primo: una variante parasitaria del género humano que existe únicamente para sacarle el jugo, como una vaca lechera o un árbol del caucho».

            Casi todos los caminos de la distinción acaban siendo francamente hilarantes, con pasajes que hacen cumbre, como este que encontramos en el Jerusalén de Pierre Loti, donde el viajero cobra repentina conciencia de sus contradicciones e imposturas:

            «Nuestro recogimiento, producto de las soledades anteriores, se ha desvanecido instantáneamente ante la aparición de carruajes y de viajeros modernos. Despertados de nuestro sueño grande y cándido, caídos desde muy alto, nos convertimos en simples ‘Cook’, con la agravante de hallarnos disfrazados, merced a una fantasía pueril, que, de pronto, nos molesta».

Sea como fuere, el turismo, los viajes de «ocio» y el viaje como «experiencia» acaban impregnando las aristas más insospechadas de la actividad humana. Ahí está el turismo de guerra, el turismo de catástrofes, el turismo de lujo, el turismo popular, el turismo cultural, el turismo de aventuras, el turismo deportivo, el turismo científico, el turismo gastronómico, el turismo exótico, el turismo sexual, el turismo salvaje, el turismo cinegético, el turismo de naturaleza y, como una tendencia al alza, el turismo sanitario, cuyo emblema insuperable quizá sea la visita al «Castillo de Drácula», en Rumanía, con vacuna contra el coronavirus incluida. Y ahora tenemos el turismo espacial.

 

La cara oscura

 

Pasar del primer viaje de Thomas Cook al turismo de Virgin Galactic y Blue Origin supone un salto del tren a vapor al transbordador espacial, es un salto entre progresiones aritméticas y progresiones geométricas, un cambio de orden. Este salto, que también es cualitativo, quizá sea propicio para revisar la lógica comercial de un fenómeno que, fuera de los paraísos y las sonrisas que sirven de reclamo desde las webs, los catálogos y los escaparates de las agencias de viaje, preocupa desde hace tiempo a ecologistas, ONGs y asociaciones vecinales (en las principales ciudades europeas, al menos). Michel Houellebecq supo ver el costado más degenerado de una industria que se nutre de la explotación sin miramientos. Minería del exotismo que perfora hasta la última veta de la montaña de lo «otro» y extrae hasta el último gramo del material que le resulta valioso, que transforma, deforma y arrasa con cuanto escenario excéntrico se detecta en el orbe. La fábula de Houellebecq, titulada Plataforma, acaba como el rosario de la aurora, por supuesto, pero hasta su traca final es capaz de desplegar, desde la ficción, un catálogo muy nutrido de las purulencias de la industria del turismo real, sus agentes multinacionales y sus conglomerados societarios de capital financiero. Motivo de una extraña sincronía resulta que hace apenas un par de años la agencia Thomas Cook declarase la quiebra y los miles de turistas abandonados en los más remotos rincones del planeta fuesen repatriados por una inmensa flota aérea pagada por la administración británica.

            Así como la explotación intensiva de los cultivos deja a su paso una corriente freática de agrotóxicos, la explotación del turismo de masas abona el campo de la esclavitud sexual y disemina la ponzoña moral de la servidumbre. A largo plazo, en la mayor parte de los casos, detrás del escenario de prosperidad de los emporios hoteleros y del idílico semblante de los resorts siempre queda el solar de una economía precaria, y detrás del servicio, la sumisión al capricho del cliente-viajero. Pocos enclaves turísticos son ajenos a estas dinámicas.

 

El futuro ya llegó     

 

De momento, en los viajes al espacio no se tocará puerto en ningún cuerpo celeste ni «estación espacial». Se atravesará la troposfera, la estratosfera y la mesosfera. Se flotará durante unos minutos en lo que convencionalmente se considera «el espacio exterior», que es a partir de los 80 kilómetros sobre el nivel del mar, y se volverá a la Tierra. Los viajeros no saldrán en ningún momento de la cápsula. En este sentido, podemos decir que esta forma de turismo espacial es aún muy rudimentaria, que está dando sus primeros pasos. Lo que hay allí fuera es aún hostil. La situación (de quedarse dentro de la nave) recuerda algunos de los primeros viajes de exploración allende los mares, en los que las naves (y sus pabellones) representaban el seguro y conocido espacio asociado al punto de partida, a la casa, al hogar, a la patria.

            Pero no seamos cenizos, porque a pesar de las abundantes crónicas que describen la cara oscura de una experiencia que se supone debía ser divertida, de sus probados efectos devastadores para el medioambiente y de sus discutibles aportaciones al desarrollo y bienestar de las sociedades, hay quien sostiene que son innegables las cuotas de felicidad que la industria del turismo reparte de manera cada vez más «democrática» a los individuos («Blue Origin inaugura la promesa de un espacio para todos», según reza su web, y en una especie de delirante redención neoliberal Bezos agradeció a los clientes y trabajadores de Amazon por haber hecho posible su viaje). Celebremos con Baudelaire el hito cumplido en el mes de julio del año 2021, 52 años después del viaje del Apollo 11, con la esperanza puesta en las relaciones que agitarán la imaginación de las generaciones venideras:

 

            «¡Asombrosos viajeros! ¡Qué nobles relatos

            Leemos en vuestros ojos profundos como los mares!

            Mostradnos los joyeros de vuestras ricas memorias,

            Esas alhajas maravillosas, hechas de astros y de éter.

 

            ¡Deseamos viajar sin vapor y sin velas!

            Para ahuyentar el tedio de nuestras prisiones,

            Haced desfilar nuestros espíritus, tensos como un lienzo,

            Vuestros recuerdos enmarcados por horizontes.

 

            Decid, ¿qué habéis visto?»

 

            Celebremos el acontecimiento, aunque nos quede sin despejar el horizonte de las maledicencias de Emerson, aquél ilustre compatriota de Jeff Bezos, que decía que «el viaje es el paraíso de los tontos». Celebremos y recordemos a Claude Lévi-Strauss, que de viajes y de contar viajes sabía mucho, cuando afirmaba que «lo primero que nos revelan los viajes es nuestra propia basura». Celebremos, pues, que ahí fuera, finalmente al alcance de la mano, tengamos un inmenso y oscuro y potencial vertedero donde vernos reflejados.

 

ERNESTO BOTTINI