Ulises centenarioDesde el año 1954, la ciudad de Dublín festeja el Bloomsday, aniversario del día (16/6/1904) en que se desarrolla la acción del Ulises de James Joyce, una de las novelas más ambiciosas y complejas del siglo XX. Desde entonces, cada 16 de junio la capital irlandesa dedica una nueva jornada a rememorar aquella fecha, quizá la más famosa de la historia de la literatura. Simposios, congresos, conferencias, lecturas, representaciones teatrales, conciertos y actos especiales se dedican por completo al estudio y la celebración de una de las obras de arte más significativas de la modernidad. Este año, a los fastos recurrentes se suma el hecho de que se cumplen 100 años desde su primera edición íntegra.

 

 Por Ernesto Bottini

 

Torre Martello (a modo de introducción y advertencia)

 

La tarea que se propone este artículo es la de brindar un marco de interpretación y una serie de claves para la lectura de Ulises. Siguiendo un sistema basado en el trabajo acumulativo, el texto se ha ido enriqueciendo desde hace tres lustros con la corrección, precisión y extensión de los materiales abordados. Desde el año 2007, una versión ampliada y corregida se ha presentado en distintos medios y contextos como homenaje a la más famosa obra de James Joyce (1882-1941), pero también como renovada invitación para aquellos que en algún momento se hayan planteado acometer el esforzado trabajo de leerla, funcionando como sintético manual de instrucciones de uso. La única garantía disponible en este empeño, que para muchos resulta ímprobo, es la generosa retribución intelectual que Ulises brinda, sin excepciones, a los aventureros que se lanzan a recorrer sus páginas.

 

Este artículo no busca erigirse, vale aclararlo desde el comienzo, en lectura novedosa ni en interpretación arriesgada de la novela, y tampoco presentarse como un trabajo de vocación académica pero de resultado divulgativo; su interés no debería entenderse, tampoco, como un catálogo para «conocedores» o un compendio más o menos curioso de miscelánea sobre la obra. El texto nació y se reprodujo con la firme voluntad de funcionar como guía, como gesto invitante, a través de la reposición de aquellas lecturas inteligentes y rigurosas de una larga lista de acreditados teóricos y creadores que han visto en Ulises la marca de una auténtica obra de arte literaria, el producto de un gran escritor, ese que Joseph Brodsky describía, refiriéndose a Andrey Platonov, como «el que amplía la perspectiva de la sensibilidad humana» (para Curtius, «Ulises desenmascara, expone, demuele y degrada la humanidad con una agudeza y una contundencia que no tiene equivalente en el pensamiento moderno»). La ruptura y revolución que supone la novela en la literatura y la «sensibilidad» de la época es sustantiva, llegando, según Günter Grass «a afectar la complejidad de nuestra comprensión de la existencia», o también, en palabras de Anthony Burgess, «Ulises es el supremo ejemplo en nuestra época de la novela como arte, e incluso como artificio».

 

En este sentido, el artículo puede inscribirse como una sucinta antología de lecturas articuladas en torno a las distintas propuestas literarias que conforman la novela, tanto en su lógica interna (una suerte de hermenéutica de su construcción formal) como en el diálogo que establece con la tradición; también se referirán las reverberaciones que ha generado en la literatura posterior, ricas y numerosas. No está de más recordar, como complemento de este abordaje, las palabras de William Faulkner: «Uno debe acercarse al Ulises de Joyce como el Bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe». Entre la fe y la voluntad, cada año la novela extiende su influencia en las ramificantes manifestaciones de la cultura contemporánea, de la literatura al cine, del teatro a la música, de la publicidad a la pintura, de la neurociencia a la antropología, etc.

 

Obra abierta y centenaria

 

Si bien la historia de la literatura está marcada por ciertos miliarios, boyas, cruces, faros e hitos de todo tipo, el contenido del trayecto que marcan estas señales se resiste, a diferencia de la ciencia y sus textos canónicos, a la simple genealogía lineal. El discurso de las propias obras fundacionales, de aquellas que inauguran maneras de narrar que luego se incorporarán al saber literario de forma extendida, suele escapar a la fosilización escolástica, poniendo en funcionamiento un sistema de aplicaciones y referencias que tienden a la dispersión o la fuga. Ayuda la topografía de manual, quizá, a la rápida asimilación de un continuum, finalmente inabarcable. Pero en poco contribuye al conocimiento de la auténtica textura del camino. Las nuevas formas de pensar y desarrollar la escritura literaria no clausuran sus precedentes, sino más bien amplían y enriquecen el trayecto. Más que de sustitución o superación, habría que hablar de complemento, diseminación y serie. En todas las artes, escribió Cicerón, «se estima mucho a los que dieron los primeros pasos». Aunque también dejó dicho que «nada ha sido inventado y perfeccionado en un día».

 

El filósofo griego contemporáneo Cornelius Castoriadis, en su conceptualización de las vanguardias, fue esclarecedor sobre las diferencias entre el desarrollo de las ciencias y las artes: «Desde que entramos en el desarrollo científico, en primer lugar con los griegos y luego, sobre todo, con el Renacimiento, pensamos con razón que siempre hay algo más que encontrar, que cuanto hemos visto hasta aquí no es más que provisoriamente correcto, que sólo lo es dentro de cierto marco, etc. En la ciencia, siempre hay que ir más lejos. Mientras que la idea de ir más lejos carece de sentido en el ámbito del arte. Nadie irá nunca más lejos que Esquilo, que Beethoven, que Rimbaud. Nadie irá más lejos que El castillo de Kafka. Se podrá ir a otra parte, se podrá ir de otra manera, no se irá más lejos. En este sentido, existe un desarrollo científico, mientras que no se puede hablar de desarrollo en el ámbito de la literatura o de las artes». La discusión en torno a este eje, en cualquier caso, será importante en los análisis que abordan la novela de Joyce.

 

«Todo libro se nutre, como sabemos, no sólo de los materiales que le provee la vida, sino también y tal vez sobre todo, del espeso mantillo de la literatura que le ha precedido. Todo libro crece sobre otros libros, y tal vez el genio no es otra cosa sino un aporte de bacterias particulares, una química individual delicada por medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y finalmente restituye en una forma inédita no el mundo informe, sino más bien la enorme materia literaria que le preexiste», escribió Julien Gracq en Préférences. De esta manera, Gracq nos sitúa en el centro de una discusión recurrida, y que podríamos resumir, usando un concepto desarrollado por el propio Joyce, como la lógica del «teléfono umbilical», un cordón (o cadena) por medio del cual se enlazarían elementos de todas las generaciones y de todos los tiempos. Es claro que podemos identificar este concepto con el de omphalos (ombligo, «punto central»), un motivo o tema recurrente dentro de Ulises y fundamental en toda la concepción literaria y estética de James Joyce. Este motivo debe entenderse en una serie, así mismo, que incluye la «paternidad», la «metempsicosis» (transmigración de las almas), el «mundo hebreo», los mecanismos de la «percepción», la «representación del mundo secreto y semiconsciente de la actividad fantástica diurna» y otros.

 

«Sondear en la literatura para encontrar los orígenes de Ulises equivale», escribió Salvador Elizondo en su libro Teoría del infierno, «además de conocer las causas que lo promueven, a conocer también su estructura interna, pues su estilo, su desarrollo integral, su tema, constituyen la síntesis en sentido estrictamente morfológico de la evolución del lenguaje en sí. Se trata, en otras palabras, de algo así como la ley biogenética de Haeckel respecto a la evolución de toda la especie humana; es decir, que la evolución de toda la especie se encuentra reproducida en el desarrollo del embrión dentro del útero. Así, en Ulises toda la evolución del lenguaje, desde la onomatopeya primitiva hasta el neologismo absoluto se realiza dentro de una sola obra». Así habría que entender la «antología de registros» a la que se refería Burgess.

 

Aborda este asunto también Francesca Romana Paci en su libro sobre Joyce: «El lazo entre la historia del individuo y la de la especie humana es muy complejo, inaferrable a veces y contradictorio; no se trata de la historia en su acepción corriente, es decir, como una concatenación de acontecimientos relevantes en los que el individuo pierde generalmente su esencia singular para formar parte de un juego más vasto y al mismo tiempo más superficial. La historia es para Joyce todo esto, pero es también la historia total de un hombre, de todo hombre, el conjunto de todas sus características individuales, de todas sus reacciones y posiciones respecto a la realidad en la que vive. El hombre vive en la realidad de la sociedad contemporánea y se plasma de acuerdo con las instancias de aquella realidad y con sus propias respuestas a ella. Pero al mismo tiempo la sociedad en la que vive se ha construido y plasmado a través de una cadena de acciones y reacciones entre una época y la otra, y resulta, en cierto sentido, un fruto del pasado. La historia de un hombre repite el esquema de la historia de la Humanidad y al mismo tiempo forma parte de esta historia».

 

George Steiner se hace una pregunta razonable sobre este particular: «en la creación estética, ¿B es mejor que A por el simple hecho, por muy significativo e informativo que sea, de que es posterior? ¿Es A superado? La respuesta es, creo, un No categórico. Todos los textos, todas las obras pictóricas o musicales acreditadas por su supervivencia y transmisión, abiertas a un renacer y a una renovación gracias a su recepción, poseen valores que las obras posteriores no podrían eclipsar ni anular. Ni la cronología histórica ni la sofisticación técnica convierten en obsoleto a un clásico (ésta es la propia definición de clásico). Modificarán, a veces profundamente, el modo en que se percibe o interpreta una obra anterior. El rey Lear nos llega iluminado o ensombrecido por el Fin de partida de Beckett o El retorno al hogar de Harold Pinter. El lugar que ocupa una obra en la vida de la tradición cambiará».

 

El caso de Ulises (publicada –en parte- por entregas o «episodios» en la revista neoyorquina The Little Review de 1918 a 1920, y también en The Egoist mediante la gestión de Ezra Pound, y finalmente como libro y de forma completa en París, por Shakespeare & Co., en 1922) es uno de los huidizos puntos de inflexión en el plasma de la historia literaria.

 

Entre sus múltiples innovaciones narrativas, Ulises es la primera obra en prosa urdida, como resultado de su método creativo, a partir de la acción contingente de los personajes, de lo fortuito y del azar que conforman la realidad y movilizan la vida. Lo inesperado surge en un contexto cotidiano (la ciudad de Dublín, un día cualquiera pero marcado -16 de junio de 1904-, sin especial significación ni para los irlandeses ni para los protagonistas de la historia), referenciado hasta en su último detalle, desplegando una precisa cartografía y una minuciosa cronología (siguiendo el esquema del drama neoclásico en 24 horas, conocido como «unidad de tiempo»). Para lograrlo era necesario, paradójicamente, que todos sus elementos estuviesen trenzados con rigor técnico. James Joyce se propuso «la tarea técnica de escribir un libro desde dieciocho puntos de vista y a la vez estilos», creando una obra que «es la epopeya de dos razas (israelí-irlandesa) y al mismo tiempo, el ciclo del cuerpo humano; así como también el relato de un día... y es, igualmente, una especie de enciclopedia. Mi intención es transformar el mito subespecie tempori nostri. Cada aventura, es decir, cada hora, cada órgano, cada arte, entrelazado e interrelacionado en el esquema estructural del todo no sólo debe determinar su técnica, sino aún crearla».

 

Los capítulos y partes de la novela responden, por tanto, a una compleja serie de elementos simbólicos, algunos relacionados con series externas a la peripecia de la propia novela (cada capítulo respondiendo a un personaje y episodio de la Odisea, así como a un estilo literario reconocible), y otros articulados dentro de la propia estructura (una disciplina artística, un color, un órgano, un sentido, una hora del día, una técnica narrativa, etc.). Ya en los años ´20 T. S. Eliot había señalado la resurrección del mito en Joyce como su contribución más importante a la literatura contemporánea: «establecer un paralelo continuo entre la edad contemporánea y la antigüedad reviste la importancia de un descubrimiento científico». Para Italo Calvino, «Joyce tiene toda la intención de construir una obra sistemática, enciclopédica e interpretable en varios niveles según la hermenéutica medieval».

 

Podríamos definir Ulises como una «obra abierta», siguiendo la clasificación de Umberto Eco, y esta apertura es una muestra más de la imposibilidad de establecer un sistema jerárquico para la literatura cohesionado a partir de la superación de sus partes. Esa apertura se identifica con modelos medievales, que son revisados y reestructurados para funcionar en otros niveles de significación. Eco escribía: «En el medioevo se desarrolla una teoría del alegorismo que prevé la posibilidad de leer las Sagradas Escrituras (y seguidamente también la poesía y las artes figurativas) no sólo en su sentido literal, sino en otros tres sentidos: el alegórico, el moral y el anagógico. Tal teoría se nos ha hecho familiar gracias a Dante, pero hunde sus raíces en san Pablo… Una obra así entendida es sin duda una obra dotada de cierta ‘apertura’; el lector del texto sabe que cada frase, cada figura, está abierta sobre una serie multiforme de significados que él debe descubrir […] En el Ulises, un capítulo como el de los Wandering Rocks constituye un pequeño universo que puede mirarse desde distintos puntos de perspectiva, donde el último recuerdo de una poética de carácter aristotélico, y con ella de un transcurrir unívoco del tiempo en un espacio homogéneo, ha desaparecido totalmente».

 

El novelista David Lodge, que ha asumido la herencia del Ulises como una fuente primordial del pensamiento literario contemporáneo, y que reconoce que su lectura ha sido «la experiencia más excitante y de mayor recompensa» de su formación literaria, declara en «Joyce´s Choices» que aquello que la obra de Joyce le ha enseñado es que «la novela puede hacer más de una cosa a la vez –de hecho, que debe hacerlo. Nos debería contar más de una historia, en más de un estilo».

 

Vladimir Nabokov dedicó uno de sus cursos sobre literatura europea, dictados en la Universidad de Cornell en la década de 1950, al análisis y la interpretación de la novela de Joyce. Son muchas las razones que explican el interés del novelista ruso expatriado por esta obra en concreto, y por la figura del propio Joyce, pero por ahora me limitaré a señalar que su abordaje del texto permitió desenmascarar una buena cantidad de lecturas adulteradas, de interpretaciones más preocupadas por la pirotecnia crítica que por el auténtico proceso de activación de sus señales. Su posición es tajante: «Todo arte es en cierto modo simbólico; pero diremos: ‘¡Alto ahí, ladrón!’, al crítico que transforma deliberadamente el símbolo sutil del artista en rancia alegoría de pedante, las mil y una noches en asamblea de una sociedad secreta».

 

A una solvente interpretación del texto contribuyó en gran medida el trabajo de Stuart Gilbert, escrito con la cooperación del propio Joyce, aportando muchas de las claves que pasaron desapercibidas en un primer momento. Para Gilbert, «cada detalle del Ulises tiene significado», y a partir de ese corolario, según John Cross, «se ha construido un sistema de archivos cada vez más complicado de contrarreferencias internas, y se han examinado cuidadosamente las alusiones bíblicas, las correspondencias shakespearianas y los ecos wagnerianos, así como una multitud de deudas menores».

 

 Una odisea moderna

 

Siguiendo las huellas de Homero, y también las peripecias de los héroes de las sagas nórdicas (Joyce manejaba el noruego «literario», que había aprendido para leer a Ibsen en lengua original, y el antecedente de Retrato del artista adolescente se titulaba Stephen el héroe –en la línea de las sagas nórdicas-; Dublín, por otra parte, había sido una ciudad danesa), Joyce construye un mecanismo discursivo para contar el «tiempo y el mundo» en el que vive (el comienzo de un siglo y un paradigma artístico nuevo), eso que denominaba el  tempori nostri, la subespecie de mito, el tipo de escritura o discurso propio de una época. En lo que se muestra unánime la crítica es en señalar al Ulises como una obra clave del modernismo, y para Eliot significaba el colapso final de un orden social con el que el artista no se podía identificar ya de una manera mínimamente coherente. En palabras de Cross, «la novela clásica del siglo XIX presuponía por lo menos la esperanza distante de la redención; terminada esta ilusión, el único futuro verdadero que ahora podía esperarle a la ficción tenía que basarse en una ironía sin compromisos y en la larga perspectiva del mito». Según Salvador Elizondo, además de ser una obra maestra de la literatura de todos los tiempos, Ulises es «posiblemente el clímax de la lengua inglesa –el punto en que el lenguaje cede totalmente a la voluntad del artista para hacerse absoluto, y se convierte en lenguaje capaz de decir y transmitir inclusive las sensaciones más terriblemente fisiológicas- es, además de todo esto, un excelente trabajo práctico de psicología, de retórica ¡e inclusive de fisiología!».

 

La aventura ya no consistía en el encuentro siempre desafiante del hombre con el medio, como entes diferenciados que se relacionan en tensión: sujeto-realidad material. El viaje del héroe, a principios del siglo XX (16/6/1904), se produce en el ámbito de la conciencia, en el interior, reelaborando la forma de concebir la relación entre el arte y la realidad. El componente trágico, en los personajes de Ulises, se desarrolla en su propia mente, como único decorado y paisaje posible. David Lodge analiza, en uno de los textos que componen El arte de la ficción, las funciones narrativas del recurso del monólogo interior: «Ulises es una epopeya psicológica más que heroica. Conocemos a los principales personajes no por lo que se nos dice sobre ellos, sino porque nos metemos dentro de sus pensamientos más íntimos, representados como silenciosos, espontáneos, incesantes flujos de conciencia. Para el lector, es algo así como ponerse unos auriculares conectados al cerebro de alguien, y escuchar una interminable grabación magnetofónica de las impresiones, reflexiones, preguntas, recuerdos y fantasías del sujeto, a medida que aparecen, desencadenadas ya sea por sensaciones físicas o por asociaciones de ideas”. En palabras de Elizondo “Ulises es ante todo una descripción. Éste es el sentido fundamental de la obra. La descripción del hombre en tanto que cuerpo-sujeto-de-la-percepción. Claro está que esto requiere de un nuevo lenguaje».

 

Leopold Bloom, el protagonista de esta particular odisea, deambula por las calles de la ciudad buscando anunciantes para el periódico en el que trabaja, The Freemans Journal. Parte de su larga jornada es acompañado por el joven poeta Stephen Dedalus. Marion (Molly), su esposa y renombrada cantante de Dublín, le es infiel durante sus largas ausencias. El hijo que tuvieron, Rudy, murió a los pocos días de nacer, dejando una pronunciada distancia entre ambos, materializada en la abstinencia sexual de la pareja.

 

Stephen, por su parte, ha vuelto recientemente a la ciudad, después de una temporada en París, llamado de urgencia por su padre. La madre, agonizante, le pide que se arrodille a su lado para rezar. Stephen se niega, impulsado por una crisis que lo ha llevado a renegar de los principios de su formación católica. Dios se manifiesta, dirá Stephen, como «un ruido en la calle». La filosofía y el arte fueron las opciones disponibles para sus inquietudes existenciales, y Buck Mulligan le reprochará en la torre Martello (en el omphalos): «¡Maldito sea! Podrías haberte arrodillado cuando tu madre moribunda te lo pidió, Kinch. Soy tan hiperbóreo como tú. Pero pensar que tu madre moribunda, con su último aliento, te pidió que te arrodillaras y rezaras por ella. Y te negaste. Hay algo siniestro en ti... [...] ¿Por qué? Porque llevas dentro la maldita vena de jesuita, aunque inyectada al revés». A lo largo de la jornada esta pugna interior entre culpabilidad y racionalidad será un tema recurrente de sus cavilaciones. Harry Levin, estudioso y compilador de la obra de Joyce, señaló con precisión el sustrato religioso que funciona en Ulises: «La teoría estética de Joyce es una estimulante fusión entre el naturalismo flaubertiano y el neo-tomismo. Su técnica literaria está ricamente coloreada por el simbolismo eclesiástico».

 

Desde Retrato del artista adolescente, las proyecciones de Joyce sobre el personaje de Stephen le sirvieron para componer la figura del hombre que se libera de las ataduras nacionales y teológicas, del auténtico hombre moderno. En Ulises leemos:

 

- Después de todo, yo creo que usted es capaz de libertarse. Me parece que usted es dueño de sí mismo.

- Soy el criado de dos señores –dijo Stephen-: uno inglés y uno italiano.

- ¿Italiano? –preguntó Haines.

 Una reina loca, vieja y celosa. Arrodíllate ante mí.

- Y también hay un tercero –dijo Stephen- que me necesita para los mandados.

- ¿Italiano? –repitió Haines-. ¿Qué quiere usted decir?

- El Estado Imperial Británico –respondió Stephen, subiéndosele los colores a la cara –y la santa Iglesia Apostólica Romana.

 

Ya en Stephen Hero Joyce había sentado las bases de su filosofía, siguiendo, una vez más, la estela de Ibsen: «La lengua, la nacionalidad y la religión son agentes de maldad, de esclavitud, de renuncia y de frustración. Y la esclavitud desemboca en la parálisis». Joyce consideraba a Ibsen como el auténtico arquetipo del artista liberado, independiente, comprometido ante todo con su producción literaria: «El arte –escribió Joyce en Drama and life-, levantado a la esfera altísima de la religión, pierde generalmente su verdadera alma en aras de un estancamiento quietista». Y esa actitud comportaba una reducción y esquematismo de la realidad, por definición mudable y en constante transformación. Desde esta perspectiva puede considerarse al Ulises una novela hiper-realista, quizá inasumiblemente realista en su plasmación de las percepciones y la reproducción de las actividades fisiológicas de los individuos que la habitan y la pueblan. A los dieciocho años, en abril de 1900, Joyce publica en la Fortnightly Review un artículo titulado Ibsen´s New Drama, enfocado principalmente en la obra Cuando los muertos resurgimos, por el cual recibió un agradecimiento del propio Ibsen (a través de William Archer, su traductor al inglés), que marcaría sus primeros pasos literarios con una fuerza suplementaria.

 

«Los personajes –escribe Nabokov- se están encontrando a cada instante en sus peregrinaciones a lo largo de ese día en Dublín. Joyce nunca pierde su control sobre ellos. En efecto, van, vienen, se encuentran y se separan y se vuelven a encontrar como partes vivas de una cuidada composición, en una especie de danza lenta del destino. Uno de los rasgos más llamativos del libro es la periodicidad de ciertos temas. Tales temas están mucho más definidos, mucho más deliberadamente seguidos, que los que encontramos en Tolstoi o en Kafka. Ulises entero, como nos iremos dando cuenta gradualmente, es una deliberada trama de temas periódicos y una sincronización de sucesos triviales».

 

 El viaje tiene una importancia destacada en la construcción de la novela, y en su estructura general también encuentra un fecundo paralelo con la obra homérica. Sabemos a través de My Brother´s Keeper, el libro de Stanislaus Joyce, que James tuvo conocimiento de las aventuras de Ulises por medio de una edición especial para niños de The Adventures of Ulysses, recopilada y adaptada por Charles Lamb. Según Claudio Magris, «en la edad contemporánea caben dos modelos de odisea. Por un lado, conforme al modelo tradicional y clásico que va de Homero a Joyce, la odisea como viaje circular, esto es, como camino del individuo que sale, atraviesa el mundo y al final vuelve a Ítaca, a casa, enriquecido y ciertamente cambiado por las experiencias que ha vivido durante el viaje, pero confirmado en su identidad. Llega, pues, a una identidad más profunda, edificando unas sólidas y seguras fronteras en su persona, ni obsesivamente cerradas al mundo ni disueltas en una caótica indistinción». La circularidad encuentra una correspondencia en otra obra fundamental de Joyce, el Finnegans Wake. A pesar de la lectura de Magris (que completa con otra forma de viaje, la «odisea rectilínea», encarnada por Robert Musil), podemos interpretar la circularidad en Joyce según los presupuestos de Giordano Bruno: «Un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna». Y lo mismo sucede con la repercusión y modelado que provoca este viaje circular en la construcción de la identidad, ya que el periplo de Leopold Bloom establece un itinerario que no se agota con el regreso a casa.

 

La aventura trasciende el recorrido del camino y se instala en el terreno del lenguaje, en la destrucción de la imagen clásica del mundo y su reconstrucción total en el lenguaje, con el lenguaje y sobre el lenguaje. «Ningún escritor inglés ilustra, por ejemplo –escribía Cross-, mejor la idea de que la cultura occidental viene marcada por una profunda ‘revolución del lenguaje’, por una nueva conciencia del grado en el que el mundo que habitamos es un producto lingüístico».

 

Parece acreditado que Joyce comenzó la redacción del Ulises en la ciudad italiana de Trieste, pero le gustaba afirmar que la idea para la novela había nacido en Roma, durante el verano de 1906, siguiendo a través de la prensa irlandesa las peripecias de un tal Harris, involucrado con su esposa en un proceso judicial por adulterio. Este sería el modelo para Leopold Bloom. Según escribió Paci, «Joyce continuó considerando el material humano contemporáneo como materia fundamental para el artista, insistiendo al mismo tiempo sobre la importancia del mito en cuanto repetición de todo tiempo y lugar, de las leyes fundamentales de la vida. Sus escritos hablan siempre de hombres y mujeres de la vida real, y sus temas son siempre sucesos cotidianos comunes, elevados por el arte a la dignidad dramática. Se ha dicho que en las obras de Joyce a fin de cuentas no pasa nunca nada, en el sentido de que no vienen narrados grandes acontecimientos ni grandes aventuras. De hecho no sucede nunca nada extraordinario y espectacular, pero se encuentra todo lo que la vida de cada día al hombre común; y todo suceso, por pequeño e insignificante que sea, pasa a ser materia de arte. La vida es la verdadera protagonista de las obras de Joyce».

 

La elección del 16 de junio como encarnación de la «unidad de tiempo» de la novela responde a la fecha en que Joyce tiene su primera cita con Nora Barnacle, su esposa, y recoge ese día como un homenaje.

 

La novela fue definida, en este sentido, como «poema épico de la cotidianeidad», y su carácter episódico, entre otros rasgos formales y temáticos, refuerzan esta idea: «Las ocurrencias más comunes –escribe Elizondo-, las manifestaciones más prosaicas de lo que en la fisiología de los hombres es prosaico, el cuerpo humano con todas sus funciones, las más escatológicas y las más vergonzosas junto con las más sublimes, aparecen detenidamente disecadas por medio del lenguaje y sin embargo sólo los que no han leído Ulises pueden imputarle una oscuridad infranqueable. El hombre no había tenido nunca ante sí una descripción tan obsesionantemente clara de sí mismo, de su cuerpo, pero no de su cuerpo como objeto inanimado, suma de partes, organismo mecánico, sino de su cuerpo como fundamento primordial del Universo».

 

Joyce describió a Molly Bloom como «la carne siempre afirmativa», en deliberada contraposición a como se definía Mefistófeles en el Fausto de Goethe: Ich bin der Geist, der stets verneint (“Soy el espíritu que niega eternamente”). En este sentido, la constante afirmación del famoso monólogo final de Molly es el contrapunto enérgico a las negaciones de Buck Mulligan al principio de la novela. La afirmación es el espíritu elegido para el cierre de esta odisea.

 

Asumiendo que el personaje de Molly está basado en gran medida en Nora Barnacle –y argumentando esta asunción con elocuencia-, Brenda Maddox arriesga en su biografía, titulada simplemente Nora, que Ulises «no es tanto un libro sobre la impotencia o la infidelidad, sino sobre el amor: el amor conyugal». Y señala un elemento bastante llamativo entre tanta escatología y carnalidad: «En efecto, es sospechoso que la única actividad humana ausente en Ulises sea la cópula. Todo lo que la gente hace en un día cualquiera aparece en la novela, incluidas las funciones fisiológicas más elementales, de la defecación al hurgado nasal –cada acto rutinario, de hecho, excepto el necesario para la supervivencia de la especie...».

 

Polytropos

 

«Ulises –escribe Piero Boitani en su imprescindible La sombra de Ulises- constituye lo que ciertos críticos contemporáneos llaman ‘discurso’ de la civilización occidental, y ciertos historiadores, ‘imaginario de larga duración’; en otras palabras, un arquetipo mítico que se desarrolla en la historia y la literatura, cual logos cultural constante. Parafraseando a Bernard Andrade, Ulises representa la ‘arqueología’ de la imagen europea del hombre (...) La capacidad de Ulises para atravesar todas las épocas se explica porque desde los orígenes es un signo –en el plano cultural, el signo de toda una episteme- (...) Desde este momento, y cada vez que emprenda este viaje, será signo. Cada cultura es libre de interpretarlo como tal dentro de su propio sistema de signos, atribuyéndole un valor que se basa, por una parte, en las características míticas del personaje y, por la otra, en los ideales, preguntas y horizontes filosóficos, éticos y políticos de esa civilización (...) Ulises es signo porque expresa un sentido y no denota un significado. Esta distinción se la debemos a Gottlob Frege, fundador de la lógica matemática moderna, para quien el significado de un nombre propio es ‘el objeto que nosotros indicamos con él’, mientras que la ‘representación’ que tenemos del mismo es completamente subjetiva y el ‘sentido’ se sitúa entre el uno y la otra».

 

 El escritor y crítico literario Edmund Wilson, sin duda uno de los analistas que mejor ha desentrañado la propuesta de Ulises y su significación en la historia de la literatura (junto con Ricardo Piglia, quizá su mejor lector), es responsable de un texto de referencia sobre el asunto, incluido en el libro El castillo de Axel. En esa lectura insoslayable, Wilson proponía: «La clave del Ulises está en su título, y esta clave es indispensable si hemos de apreciar la hondura y alcance reales del libro. Ulises, tal como figura en la ‘Odisea’, es el griego medio típico en cuanto a inteligencia: entre los demás héroes, se distingue por un saber astuto más que exaltado, y por el sentido común, la rapidez y el nervio, más que, digamos, por la bravura de un Aquiles o la firmeza y corpulencia de un Héctor. La ‘Odisea’ presenta un hombre así prácticamente en todas las situaciones y relaciones de la vida humana ordinaria: Ulises, en el curso de sus viajes, pasa por los peligros y tentaciones de pruebas y sobrevive a todas ellas por el recurso de su agudeza, hasta volver a su hogar y familia y reafirmarse allí como dueño. La ‘Odisea’ proporciona así un modelo clásico al escritor que intenta una épica moderna del hombre ordinario, un modelo particularmente atractivo para el escritor moderno a causa de la efectividad evidentemente calculada, la evidente sofisticación, de su forma [...] Pero Joyce, en el Ulises, no sólo se propuso transmitir, con la máxima exactitud y belleza, las visiones y sonidos entre los que se mueve su gente, sino que, mostrándonos el mundo tal como sus personajes lo perciben, hallar el vocabulario y ritmo únicos que representasen los pensamientos de cada cual [...] Joyce nos hace así penetrar directamente en la conciencia de sus personajes, y a este fin se valió de unos métodos que Flaubert nunca soñó: los métodos del simbolismo [...] Joyce es realmente el gran poeta de una fase nueva de la conciencia humana. Como el mundo de Proust o el de Whitehead o el de Einstein, el mundo de Joyce cambia siempre según sea percibido por observadores distintos y aun por éstos en distintos momentos. Es un organismo compuesto de ‘hechos’, que puede tomarse como infinitamente completo o infinitamente pequeño; y cada uno de estos hechos supone todos los demás y es a la vez único».

 

La elección del personaje homérico está estrechamente ligada al origen hebreo de Leopold Bloom, el personaje central de Ulises. A Joyce le interesaba mucho establecer afinidades entre el pueblo irlandés y los hebreos, más que nada a través de la figura del exiliado y de la errancia que define y caracteriza al pueblo hebreo y a la lucha política por establecer un Estado irlandés libre y autónomo. Esta es la línea medular del parentesco establecido, en el seno de su personaje, entre los orígenes hebreos e irlandeses, atravesados y encarnados por la figura clásica de Odiseo. Francesca Paci precisa las claves de esta relación: «En los primeros años de su estancia en Zurich, Joyce había entrado en conocimiento de una teoría avanzada por primera vez a principios de siglo por Victor Bérard. Bérard afirmaba que la Odisea había tenido sus primeras raíces en lejanos hechos semíticos, y decía que todas las localidades que se mencionan en el texto eran reales e identificables con la ayuda de palabras hebraicas, reconocibles en los topónimos griegos. Esto era precisamente lo que Joyce buscaba para justificar su elección de un hombre de raza hebrea para representar al Ulises irlandés. En el período que media entre junio de 1915 y el final de 1917, Joyce había pensado exclusivamente en Ulises. Consideraba el mito de Ulises como el más humano de la literatura mundial, interpretando como significativo y simbólico para la vida del hombre todo episodio particular. Ulises, de hecho, es el único entre los griegos que no quería partir para la guerra de Troya, el único que prefería la paz a la guerra. Ulises intentó incluso hacerse pasar por loco para no tener que partir, y al final aceptó la partida y la guerra sólo por amor paterno. Cuando los soldados van a buscarle a la playa, donde está arando la arena para parecer loco, ningún razonamiento le convence y cede únicamente para no destrozar con la arada el cuerpo de su hijo Telémaco. Joyce debía considerar simbólico el subterfugio inventado por Ulises. Ulises escoge el arado como emblema de su rechazo: un instrumento de paz para contraponer a los instrumentos de guerra. El amor paterno le impulsa a aceptar sus propias responsabilidades de hombre y de ciudadano griego, y aceptar la lucha».

 

El teórico John Lechte introduce matices sobre la lectura en clave exclusivamente homérica de la obra de Joyce: «Aunque la ‘Odisea’ de Homero –y el catolicismo- ofrecen una especie de ancla para el texto, es completamente provisional. Lo que tiene importancia en Homero, para Joyce, es que el héroe de la ‘Odisea’ deja su hogar, deambula, toma direcciones indeterminadas, pese a que, al final, también lucha para regresar. Así ocurre con Leopold Bloom. Sale de 7 Eccles Street [un omphalos, también] y no vuelve hasta el final de la novela, un regreso que no es nada predecible. En realidad, aparte del título (que Genette llamaría el ‘paratexto’) y la estructura, no se observa ninguna otra evocación explícita de Homero, y Joyce eliminó, en la versión definitiva del libro, los títulos homéricos de los capítulos. Gran parte de Ulises es ‘coincidencia de encuentros, discusiones, bailes, peleas, la vieja sal del tipo hoy aquí y mañana en otro sitio, vagos nocturnos, toda la galaxia de acontecimientos’, hechos que sirven para crear ‘un medallón en miniatura del mundo en que vivimos’. El azar cumple, pues, un papel. El texto de Joyce está situado en un punto en que el azar –o la contingencia- y la estructura coinciden. Ésta es su gran aportación a la literatura del siglo XX y, desde luego, a la de lengua inglesa». Abundando en esta apreciación, Harry Levin proponía que «El Ulises y la ‘Odisea’ son como dos líneas paralelas que jamás se encuentran».

 

El viaje de Leopold Bloom, según Carlos García Gual, mantiene un discurso irónico frente al hipotexto homérico, ya que el hecho de «que ese dublinés, judío y fantasioso, cansino y borrachín, protagonista de la trama guarde un parecido con el héroe antiguo es un efecto de ironía profunda». Pero Richard Ellmann, el más destacado biógrafo y especialista en la obra de Joyce, insistía en que «Bloom es Ulises», aunque dejando al descubierto los aspectos antipoéticos y antiheroicos de la vida moderna, y su identificación, según John Cross, «es algo más que una broma heroicoburlesca, y tiene dos objetivos: realzar la dignidad de Bloom y recordarnos que Ulises también sufría de enfermedades de la carne y de la sangre». En este sentido, Alan Pauls proponía una interpretación de largo recorrido: «Cuando uno ve que no ha estado en ninguna batalla, que no ha sido consejero de reyes y que no ha toreado en España, se pregunta ¿qué puedo contar? Pero el siglo XX cortó con eso. El día de junio de Lepold Bloom, el personaje del Ulises, es el más mediocre, banal y estúpido que se pueda imaginar. Sin embargo, es el día más novelesco del siglo. Lo que enseña Joyce es que cualquier cosa puede ser literatura, sobre todo la inmovilidad, la desaparición, la falta de identidad, la pérdida, el extravío». Ellmann resume esta idea en una frase lapidaria: «El descubrimiento de Joyce fue que lo ordinario es lo extraordinario».

 

Con respecto al componente homérico de la obra, cabe concluir con la lectura que sobre el particular realizara Nabokov: «Evidentemente, en la cuestión de los vagabundeos de Bloom hay un eco homérico vago y general, tal como sugiere el título de la novela; y existen numerosas alusiones clásicas, entre muchas otras, a lo largo del libro; pero sería una completa pérdida de tiempo buscar paralelos en cada uno de los personajes y cada una de las situaciones del libro. No hay nada tan tedioso como una larga alegoría basada en un mito trillado; después de la publicación de la obra en partes, Joyce suprimió los títulos pseudohoméricos de los capítulos al comprobar de lo que eran capaces los pelmas eruditos o pseudoeruditos». Así, y volviendo a Ellmann, podemos afirmar que «la relación con la Odisea es problemática, y la intensidad de dicha relación varía de un capítulo a otro. Joyce se sentía libre de manipular a Homero... conservando la tipología básica, pero alternando, suprimiendo y añadiendo según las necesidades del propio texto».

 

La máquina de leer

 

El estudio de la literatura a partir de consideraciones filosóficas tuvo en Friedrich Schlegel una profundización inédita en la historia de la teoría literaria. Al tratar sobre la confrontación de la epopeya con la tragedia, poniendo de relieve el comportamiento de los héroes, Schlegel dice: «La idea de una necesidad natural incondicional, el destino, como lo presenta la tragedia, fue desconocida para Homero. El caudal de lo infinito está aún en él en estado letárgico, como en el alma del mancebo, antes de que el brote se haya desarrollado hasta florecer en juvenil entusiasmo». Este caudal de lo infinito, que percibimos definitivamente en los personajes de Ulises, es uno de los principales rasgos que permiten situar al texto en la protohistoria de la literatura moderna.

 

«El estudiante que busca una filosofía –escribe Harry Levin- en la obra de Joyce es recibido con un ruido inarticulado y un escéptico levantamiento de hombros. ‘Du sagst nichts und verräst nichts, O Ulysses, aber du wirkst!’ –exclama el doctor Jung. Una novela debe ser juzgada por su realidad, no por su mensaje. Asociación y no lógica, es el motor que impulsa la mentalidad de Joyce; juega con las ideas como con las palabras». El propio Carl G. Jung había escrito que «el Ulises de Joyce es, en rigurosa oposición con su antiguo homónimo, una conciencia inactiva, meramente perceptiva, o más bien un simple ojo, una oreja, una nariz, una boca, un nervio táctil, expuestos sin freno ni selección a la catarata turbulenta, caótica, disparatada de los hechos físicos y psíquicos que registran, casi fotográficamente (...) mas el efecto perturbador del Ulises reside en que tras miles y miles de envolturas nada se esconde, y en que, frío, como la Luna, deja rodar, contemplándola desde una cósmica lejanía, la comedia del devenir, del ser y del pasar».

 

Ha sido muy comentada la relación entre Ulises y las teorías de Sigmund Freud, y la verdad es que Joyce, más allá de haber leído algo previamente, entró en contacto, durante una de sus estancias en Zurich y de la mano de Otocar Weiss y Frank Budgen, y se familiarizó en profundidad con sus propuestas. Principalmente lo que interesaba a Joyce era la relación entre el sueño y el lenguaje, así como los distintos mecanismos y esquemas de la vigilia en relación al comportamiento del subconsciente y su representación lingüística. La fantasía como espesura intermedia entre el sueño y la vigilia constituía una preocupación estética en Joyce, y lo llevó a indagar seriamente en las propuestas freudianas, buscando allí una explicación razonable de los mecanismos, con el firme propósito de reproducirlos (o traducirlos, quizá sería más preciso decir) en la novela. Pero su utilización de los descubrimientos y los postulados de Freud fue tangencial, ya que bebió de esa fuente una preocupación latente en sus propias indagaciones y para la que tenía reservado un personal despliegue expresionista. Así lo vio Italo Svevo, a quien Joyce conoció en Trieste. Svevo empezó siendo su alumno de inglés y luego trabaron una intensa amistad, que incluye la realización de informes sobre cultura e historia hebrea –Italo Svevo era el pseudónimo de Ettore Schmitz, un docto conocedor de la religión judía- y una prolífica relación de intercambio de ideas literarias. En una introducción a la obra de su amigo, Svevo escribió: «Las obras de Joyce no constituyen, por lo tanto, un logro del psicoanálisis. Estoy convencido, por otra parte, que son objeto de estudio psicoanalítico. No son otra cosa que un pedazo de vida de gran importancia porque ha venido a la luz sin ser deformado por una ciencia meticulosa, antes aparece cortado por una viva inspiración. Y hago votos para que un buen psicoanalista estudie sus libros, que son la misma vida, riquísima, sentida y recordada con la ingenuidad del que la ha vivido y la ha sufrido».

 

«En Ulises –escribió Anthony Burgess- Joyce toca regiones de la conciencia aún no verbalizadas y muestra, activa, la libido desnuda».

 

Aún no ha sido estudiada suficientemente, sin embargo, la influencia del filósofo del lenguaje Fritz Mauthner en la obra de Joyce. Contribuciones a una crítica del lenguaje (1901) es una de las lecturas que compartieron Joyce y Beckett, y se nos presenta como la piedra de toque de los estudios críticos sobre el lenguaje, que alcanzarían su máximo exponente en el Tractatus y las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein. En uno de los pasajes de Contribuciones..., titulado «Pensar y hablar», podemos leer: «Lo que obstruye más el camino para el conocimiento de la verdad es que los hombres creen pensar mientras no hacen más que hablar, y que los pensadores y psicólogos hablan también de un pensar, para el cual el lenguaje debía ser, a lo más, un instrumento. O la vestidura. Mas esto no es cierto; no hay pensar sin hablar, esto es, sin palabras. O mejor dicho: no existe en absoluto el pensar, no hay más que habla. El pensar es el hablar, juzgado por su valor comercial».

 

«¿Cuál es, entonces, el tema principal del libro?», se pregunta Nabokov para introducir la respuesta a los interrogantes de sus alumnos. Resumiendo, destaca tres grandes asuntos: a) «El pasado irremediable»; b) «El presente ridículo y trágico»; c) «El futuro patético». Ante la necesidad de articular estas lecturas en un mismo hilo conductor, sintetiza el tema principal: «Bloom y el Destino».

 

El cinematógrafo en Dublín

 

Arnold Hauser, en la última parte de Historia social de la literatura y el arte, denominada «Bajo el signo del cine», dedica varios pasajes a desarrollar las implicaciones profundas de la obra de Joyce en el pensamiento moderno, especialmente sobre las coordenadas filosóficas rupturistas de la concepción espacio-temporal clásica: «La eliminación del argumento es seguida por la eliminación del héroe. En lugar de una afluencia de acontecimientos, Joyce describe una fluencia de ideas y asociaciones; en lugar de un héroe individual, una corriente de conciencia y un monólogo interior infinito e ininterrumpido. El acento se pone siempre en la falta de interrupción del movimiento, en la ‘continuidad heterogénea’, en la pintura caleidoscópica de un mundo desintegrado. El concepto bergsoniano del tiempo experimenta una nueva interpretación, una intensificación y desviación. El acento se pone ahora sobre la simultaneidad de los contenidos de conciencia, la inmanencia del pasado en el presente, el constante fluir juntos los diferentes períodos de tiempo, la fluidez amorfa de la experiencia interna, la infinitud de la corriente temporal en la cual es transportada el alma, la relatividad de espacio y tiempo, es decir la imposibilidad de diferenciar y definir los medios en que el sujeto se mueve. En esta nueva concepción del tiempo convergen casi todas las hebras del tejido que forman la materia del arte moderno: el abandono del argumento, del motivo artístico, la eliminación del héroe, el prescindir de la psicología, el ‘método automático de escritura’ y, sobre todo, el montaje técnico y la mezcla de las formas espaciales y temporales del cine».

 

El profesor Harry Levin destaca la teoría del montaje presente en Ulises, y ha insistido en repetidas oportunidades que limitarse a señalar el trabajo sobre la representación de la conciencia en la obra es insuficiente, siendo necesario detenerse en su inscripción dentro de la tradición literaria europea. Uno de los elementos destacados por Levin es el descubrimiento de Joyce de que el cine se presentaba como una intersección esperada entre ciencia y arte, un encuentro que marcaba la naturaleza del presente y la proyección del futuro. «El intento fallido de Joyce de fundar el primer cinematógrafo en Irlanda –escribe- es otro episodio de la historia de sus incomprensiones con su país; pero el se daba cuenta muy bien de las posibilidades técnicas del nuevo medio de expresión. Percibió con agudeza –a pesar de su mala vista- que el cine era a la vez una ciencia y un arte...».

 

El procedimiento del monólogo interior fue retomado por ciertas prácticas cinematográficas, sacando partido de su lógica narrativa novedosa. Sobre Les lauriers sont coupés (1887), la novela de Eduard Dujardin a la que volveré más adelante, Remy de Gourmont interpretó «que parece ser, en literatura, la trasposición de una anticipación del cine». El simbolismo francés, de esta manera, puede tenerse como precedente necesario de una estética específica que desarrollaría el arte cinematográfico.

 

«El espíritu de Bloom –escribe Levin- no es una ‘tabla rasa’ ni una placa fotográfica: es una película que ha sido cortada con arte y montada de manera que subraye los acercamientos y las disolvencias de una emoción trémula, los ángulos de observación y los relámpagos retrospectivos de la memoria. En su composición y en su continuidad el Ulises está más cerca del cine que de la novela. El movimiento del estilo de Joyce y el pensamiento de sus personajes son como la proyección de una película; su método de composición, la forma en que se dispone de su material, supone esa manipulación fundamental que en el cine se llama ‘montaje’».

 

 Polisemia y etimología

 

Muchos críticos se han amparado (y se amparan) en el artefacto «inescrutable» que resulta Ulises para evadir la mirada (o ejercerla con anticipado fracaso) sobre las profundas implicaciones textuales que allí están generadas. Joyce produjo, de manera escrupulosa, una obra inabarcable para la crítica, que terminó por diseñar a conveniencia un embudo terminológico alrededor de la idea de novela moderna: rótulo elástico e incorruptible (salvo, quizá, para los teóricos de la novela posmoderna).

 

«Hace ya cerca de cuarenta años –escribió Salvador Elizondo- que se viene hablando de la oscuridad de Ulises. Quienes tal afirman incurren en un grave error. Afirmarlo equivale a confesar una pereza mental. ¿Cómo puede ser oscura una obra ajena a las manipulaciones de la especulativa y donde solamente se transcribe lo real y que no tiene otra pretensión que la de describir; no ya fenómenos inusitados sino tan solo ese fenómeno maravillosamente vulgar que acompaña todos los actos de la vida? Ulises es extenso, inconexo, caótico, pero no oscuro; es como esa relación interna de la conciencia, como esa narración que nosotros mismos nos vamos haciendo de las cosas que vivimos. Ulises es esa narración recreada artificialmente y decimos artificialmente no con el sentido de arbitrariedad o de ersatz que se da comúnmente a este término, sino con el sentido que tiene de ser ‘cosa hecha de arte’, mágica tal vez pero válida en tanto que experiencia estética real”. El modernismo de la narrativa de Joyce radica, según Anthony Burgess, “en el estrechamiento de la brecha entre las formulaciones de la poesía y de la prosa, en imponerle al crítico de la novela un enfoque hasta entonces reservado al poema lírico».

 

Entre las primeras recepciones críticas de la novela se encuentran algunas de las declaraciones más significativas de cuantas abultan el género de los despropósitos, y una de las máximas de entre ellas la ostenta Virginia Woolf, quien llegó a decir que Ulises «es un libro de un obrero autodidacta... de un estudiante inquieto quitándose las espinillas». Cuando Sylvia Beach recaudaba suscripciones para poder imprimir el libro en Francia (finalmente vio la luz en los talleres del «maestro impresor» Maurice Darantière, en Dijon, el día 2 de febrero de 1922), George Bernard Shaw le escribió: «Si usted cree que un irlandés –digamos un irlandés de cierta edad- está dispuesto a desembolsar ciento cincuenta francos por un libro como éste, no conoce a mis compatriotas». Sin embargo, Bernard Shaw llegó a recomendar su lectura a toda la juventud irlandesa, ya que el libro mostraba la faz «vulgar y nauseabunda» de Irlanda. Para George Moore la novela tenía un lenguaje soez y había robado ideas a Eduard Dujardin, y en definitiva la escritura de Joyce carecía de una tradición literaria. André Gide la tachó de «falsa obra maestra» y se negó a incluir la traducción al francés en Editions de la Pléiade, que dirigía por aquel entonces. Paul Claudel, por su parte, se limitó a devolver el libro a Shakespeare & Company, sin siquiera una línea explicativa. D.H. Lawrence la definió como una «torpe olla podrida» y W.B. Yeats señaló, simplemente, su «vulgaridad».

 

El texto hace constantes referencias a otras escrituras. La aparición de Thot (dios egipcio de la escritura) se convierte en clave de una estructura que evita, con sus constantes puertas abiertas a la proliferación del sentido, la prisión que impone toda estructura. Joyce escribe sobre la escritura, la «disemina», en términos del filósofo Jacques Derrida, uno de sus más atentos lectores. George Steiner, por su parte, escribía en Gramáticas de la creación que «desde un punto de vista material, el hombre de Ítaca y Leopold Bloom no son más que una combinación y codificación de signos orales y escritos, de símbolos, de unidades léxico-gramaticales dispuestas y diseminadas a través de las ondas sonoras y la escritura».

 

Un aspecto importante a tener en cuenta en la interpretación de la obra, por tanto, es su profusión de estilos, parodias, imitaciones y reformulaciones de las escrituras que conforman la tradición de la literatura inglesa: «Aquí van muestras –leemos en Ulises- de lo que el hombre escribió sobre sí mismo en el pasado: ¡qué ingenuo y presuntuoso resulta! Me he abierto camino por estos supuestos y presunciones y he mostrado cómo él debe reconocerse actualmente». La entera tradición –al menos de la literatura inglesa- participando de un tempori nostri del enunciado.

 

El tratamiento que hace del idioma inglés es un ejemplo notable de la búsqueda revolucionaria plasmada en Ulises. Así como rechazaba las ataduras de los sistemas positivistas de la razón, encadenando lógicamente el discurrir de la trama, Joyce negaba (reconstruía) la etimología clásica del inglés oficial. Su vocabulario se nutre, tanto como puede, del diccionario de Walter Skeat (medievalista que permitió una definitiva comprensión de Chaucer, y que propició una renovación de la estructura etimológica de la lengua, dando fuerza y sostén al llamado Renacer Literario Irlandés, del que fueron figuras fundamentales el poeta W. B. Yeats y el dramaturgo John Millington Synge). El diccionario se publicó en 1884, cuando James Joyce empezaba a balbucir sus primeras palabras. «Los únicos diccionarios y gramáticas de irlandés que existían en Europa hasta hace pocos años –escribió Joyce-, cuando se fundó la Liga Gaélica en Dublín, eran obras de alemanes. La lengua irlandesa, aunque pertenece a la familia indoeuropea, difiere de la inglesa casi tanto como la lengua que se habla en Roma difiere de la que se habla en Teherán».

 

Es importante tener presente que esta «liberación» de la lengua y la inscripción de Joyce en la tradición irlandesa no pertenece en sentido estricto a la vocación tenaz de la corriente de renovación céltica. Siguiendo a Harry Levin, podríamos decir que Joyce «se fue demasiado pronto para la Revolución y llegó demasiado tarde para el Renacimiento». «Para Joyce, Irlanda era una realidad demasiado vigorosa para considerarla a través de las nieblas del crepúsculo céltico. Joyce partió del punto al que ellos querían llegar, y siguió un camino inverso al que ellos siguieron».

 

Sin duda la asimilación de Ibsen fue integral: «Yo soy noruego por nacimiento, pero cosmopolita de espíritu», escribió el autor de Casa de muñecas. Irlanda fue el microcosmos de Joyce, aunque tenía una idea muy particular y firme de lo que eso significaba, y en «El gas del quemador» manifestó con rotundidad el contenido de esa idea: «Pero tengo un deber con Irlanda: / guardo su honor en mis manos, / tierra de encanto que siempre envió / sus artistas y escritores al destierro / y con espíritu de burla irlandesa / traicionó a sus propios líderes, uno a uno...».

 

La vida de Joyce y el trasunto de Ulises están marcados por el exilio y el destierro. La obra fue compuesta en al menos siete ciudades europeas distintas, y más que del Nostos (el regreso), se ocupa de la Telemaquia (los primeros cuatro capítulos de la Odisea) y de la errancia de Odiseo/Ulises/Bloom: «Al componer la figura de Bloom –afirmaba Nabokov-, la idea de Joyce es colocar entre los endémicos irlandeses de su Dublín natal a alguien que sea irlandés y exiliado y oveja negra a la vez, como él, Joyce. De modo que Joyce elaboró el plan racional de seleccionar el tipo del Judío Errante, del exiliado, para componer el tipo del outsider».

 

Renovación del lenguaje de la novela y el hombre moderno

 

 El trabajo sobre el lenguaje en Ulises es deudor, entre otras tendencias, del expresionismo, uniendo términos, deformándolos, generando parentescos sonoros y semánticos: «Bronce y hierro oyeron las herradurashierro, acerosonando» o «Besó los redondeados sazonados amelonados cachetes de sus nalgas, deteniéndose en cada redondeado melonoso hemisferio, en su blanco surco profundo con una oscura prolongada provocativa melonmeloneante osculación». Tropos elaborados a fuerza de torsión, combinando series simbólicas superpuestas.

 

 Esta construcción de nuevas relaciones lingüísticas le permite poner de manifiesto un correlato establecido con el mundo que el lenguaje intenta crear. Una nueva relación entre el lenguaje y el mundo. El poeta alemán Gottrfried Benn supo explicar con precisión (con el pincel propio de la correspondencia), aunque refiriéndose a los estilos literarios, el pasaje fundamental entre las formas arcaicas y las nuevas estrategias lingüísticas de la literatura: «...observe el lenguaje de las novelas y de la poesía en la segunda mitad del siglo XIX. Verá que hay allí algo bienintencionado, probo, sincero (en el sentido antiguo), en absoluto carente de atractivo, pero que representa estados de ánimo, relaciones, situaciones, transmite experiencias y conocimiento, pero que el lenguaje no es el agente creativo en sí, no en sí mismo. Entonces llega Nietzsche y comienza el lenguaje, que no quiere (y no puede) sino fosforecer, brillar, arrebatar, aturdir. Se celebra a sí mismo, arrastra a todo lo humano al interior de su frágil pero poderoso organismo, se vuelve monológico, diría incluso monomaníaco. Es un estilo trágico, estilo de crisis, híbrido y final...» (carta a Dieter Wellershoff, citada en La literatura y los dioses de Roberto Calasso).

 

El profesor Cándido Pérez Gallego, en «Ulises y los mapas del subconsciente», insiste en el factor revolucionario del tratamiento del lenguaje que opera en la novela: «Ulysses no sería la historia de un día, sino la versión lingüística, la proyección, de lo que `pasa en esa fecha en unos moldes retóricos que se van a someter a crítica: nada está aceptado por Joyce y todos los rincones del lenguaje se hostigan e increpan. El resultado es una nueva configuración del ‘orden narrativo’, que aunque sujeto a una ingenua Odisea, avanza hacia un Libro de Kells». Desde esta perspectiva, se abona la idea de que más que una representación lingüística de una serie de hechos y personajes, la novela, según la propuesta de Joyce, consiste en el tratamiento del lenguaje como creador de los acontecimientos y los personajes, y que por tanto no es una representación, sino una creación a secas. La novela no representa el mundo, sino que lo crea en sus páginas. El trabajo del escritor, por tanto, no consiste en el tramado de una historia, para la cual utiliza el lenguaje, sino la puesta a punto de un lenguaje capaz de poner en funcionamiento una serie de procesos, entre los cuales está la historia propiamente dicha.

 

Un aspecto de la tradición baudeleriana de la modernidad es la falta de referente, la contingencia en estado puro (el estar como en casa fuera de casa; lo «transitorio, lo efímero y contingente»), la vida en la indeterminación. Joyce captó que la experiencia moderna no podía estar centrada sino en la mente del individuo. Edmund Wilson se mostraba sorprendido por la recepción del texto: «Creo que nunca ha sido lo suficientemente apreciada su importancia desde el punto de vista psicológico, aunque su influencia sobre otros libros y, en consecuencia, sobre nuestra idea de nosotros mismos, haya sido ya profunda. Joyce intentó expresar, del modo más exhaustivo, preciso y directo que es posible hacerlo con palabras, cuál es nuestra participación en la vida, o, más bien, cómo nos parece que es, tal como la experimentamos instante tras instante».

 

Con respecto a la estructura general de la obra y su relación con la representación de ciertas características esenciales de la modernidad, Anthony Burgess manifestó discrepancias frente a las lecturas más comunes, aduciendo que el libro no tenía tanta «unidad técnica» como se le presuponía: «del episodio de los Cíclopes en adelante Joyce decide alargar sus capítulos para hacer que el tiempo de lectura corresponda con el tiempo imaginado de los acontecimientos». Burgess argumentaba la demora como respuesta a esta circunstancia en la forma de trabajo de Joyce, a sus intervalos de escritura, que tendían a perder la unidad de la obra. Esta interpretación de Burgess no parece sostenerse sobre evidencias muy sólidas, a pesar de que sí pueda señalarse en los registros históricos sobre la escritura de la novela los períodos e intervalos de trabajo. La variedad técnica de la novela no implica que no haya una «unidad de diseño», que a su vez implique la utilización de una amplia gama de recursos y formas, como ya se señaló anteriormente. La dispersión de los estilos responde, aunque puede dar la apariencia de desorden, sin duda a un firme proyecto de escritura.

 

La inscripción del Ulises en pleno tronco modernista es incuestionable. El mismo año de su publicación aparecieron La tierra baldía, de Eliot, El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf y Aron’s Rod, de D.H. Lawrence. Todas estas obras, cada una con sus peculiaridades, apuntan a contener y dar cuenta de los rápidos cambios que se producían en la época: la industrialización y su relación con la tecnología y el cientificismo, la demografía y las revoluciones culturales, el darwinismo y el psicoanálisis, el marxismo, las políticas urbanísticas; en definitiva, una serie de alteraciones veloces de la realidad social, científica, económica y cultural que imponía a su vez una reacción enérgica contra los modelos de pensamiento vigentes, contra la ortodoxia dominante. La creación de un lenguaje y unos personajes capaces de dar cauce a estos hechos de la realidad, de representar la velocidad de los cambios, fue un imperativo para el que la sensibilidad y la formación literaria de Joyce estaban preparadas.

 

Canto de Sirenas

 

 La deriva de los personajes y del lenguaje se orienta, entre otros elementos, a partir de la sonoridad. Pocas prosas tienen tan fino sentido de la musicalidad como la de Joyce (cuyo padre le transmitió conocimientos musicales y estimuló su afición al piano). En el prólogo a la edición de Santiago Rueda (1969), traducida por José Salas Subirat –primer traductor de la novela al castellano-, Jacques Mercanton escribe: «Sería bastante instructivo oponer aquí el símbolo de Dédalo al de Orfeo, por ejemplo, el músico, el poeta puro, sin plan, sin designio constructor, sin técnica, que subleva al mundo en sus profundidades sensibles, pero del que nada sobrevive a sí mismo, sino un eco. Y se sabe hasta qué punto Joyce es músico y hasta dónde hace pasar en las palabras un fluido musical, hasta dónde les da una densidad sonora que ni siquiera sospecharon los simbolistas de la época wagneriana: se sabe hasta qué punto él es poeta hasta en las partes más voluntariosamente secas de su obra. Pero este poder mágico, esta eflorescencia lírica, esta encantación musical que en Work in Progress sobre todo parece devorar todo objeto, queda ordenada en un plan constructivo [...]*».

 

Son muchos los que señalaron que la progresiva ceguera de Joyce ha influido en su sensibilización acústica y en el desarrollo del sentido sonoro de su prosa. «No hay duda –escribió Levin- de que las sonoridades de Homero y Milton están íntimamente relacionadas con sus cegueras. No es coincidencia, por tanto, que Joyce, único entre los prosistas modernos, deba ser leído en voz alta para ser apreciado en su totalidad». Mauthner, por su parte, se despachaba con una de sus clásicas máximas: «La vista nunca, o sólo momentáneamente, sirvió al arte de comunicación. El oído, en cambio, se muestra apropiado».

 

El episodio en que más claramente se percibe esta técnica sonora, dedicado en su integridad a la música, es el VIII de la segunda parte. Antes de que Joyce quitase los subtítulos homéricos de su novela, el episodio se llamaba «Las Sirenas», y allí encontramos la síntesis de su procedimiento: el trasunto musical está abordado desde los diálogos, la sintaxis y el contenido semántico. En una carta a George Borach, a quien conoció en Zurich y que escribió unas memorias de sus conversaciones con Joyce tituladas Gespräche mit James Joyce, podemos leer lo siguiente sobre la composición de este capítulo: «Es una fuga con toda la notación musical: piano, forte, rallentando, etc. Hay también un quinteto, como en los Maestros Cantores de la ópera wagneriana que prefiero... Después de haber explorado los recursos de la música y después de haberlos empleado en este capítulo, no me he preocupado ya más de música. Yo, el gran amigo de la música, no puedo ya escucharla. Descubro todos sus trucos y no puedo ya disfrutarla». Joyce llega hasta el punto de declarar, en palabras de Otocar Weiss, que en el capítulo ha obtenido efectos musicales superiores a los que logró Wagner en la Walkiria.

 

Otro buen ejemplo de la concepción musical de la prosa en Ulises es el capítulo XI, donde podemos leer: «Surcaba en lo alto, un ave, planeaba, un grito puro fugaz, surcaba el orbe plateado se lanzó serena, veloz, sostenido, para venir, no lo prolongues más más aliento el aliento más vida, surcando en lo alto, alta resplendente, en llamas coronada alto en la efulgencia simbolística, alto, del seno etéreo, alto de la alta dilatada irradiación por todas partes toda surcando todo alrededor en derredor de todo, del sinfinsinfin sinfín…». Aquí encontramos el sistema de repeticiones, variaciones, cadencias y rimas que componen el sentido musical de la novela.

 

 Este proceso (progreso) sonoro que no cesa en el texto y en el lenguaje que lo constituye, que no cesa con los abordajes al texto, es también mecanismo consciente que ubica Ulises en la trayectoria de los clásicos, de los hitos incandescentes que jalonan la historia de la literatura.

 

 El nombre del padre y el «monólogo interior»

 

 Para comprender la literatura anglosajona escrita con posterioridad –y no solamente la anglosajona-, Ulises es un texto fundamental. Se percibe una influencia masiva en la intertextualidad que ha generado. Del hipotexto shakespeariano y homérico al hipertexto beckettiano, las relaciones y los guiños son innumerables. Samuel Beckett (1906-1989) fue su secretario personal, transcribió parte del Finnegans Wake y tradujo fragmentos al francés. Muchos de los elementos propuestos por Joyce fueron referentes (positivos y negativos) en la evolución narrativa de Beckett. En su primer libro de relatos, More priks than kicks (1934), todavía conserva algunos rasgos de quien fuera uno de sus principales maestros, aunque con posterioridad la distancia sería pronunciada, hasta convertirse prácticamente en su antítesis. Beckett sintetiza, recorta y anula todo aquello que Joyce hace proliferar («Beckett reduce al mínimo elementos visuales y lenguaje, como en un mundo después del fin del mundo», escribió Italo Calvino). Donde Joyce edifica una obra inagotable (multiplicadora), Beckett sitúa una prosa del agotamiento, de la extenuación y el despojo (según Claude Mauriac, «el autor de Finnegan´s Wake inventa, en efecto, palabras cargadas de tantos significados diferentes, que al final éstas quedan ocultas. En cambio, para Beckett todas las palabras dicen lo mismo… El resultado es idéntico»). Ambos mecanismos definen, de alguna manera, la compleja idea de «pensamiento moderno».

 

Con motivo de una reunión de escritos sobre Finnegan´s Wake, publicado por la librería y editorial Shakespeare & Co. de Sylvia Beach en 1929, Beckett aportó su propia lectura con “Dante... Bruno. Vico.. Joyce.”, pequeño y contundente ensayo que comenzaba con una frase que se ha convertido en célebre: «El peligro reside en la claridad de la identificación». Allí escribía: «Y aquí estoy ahora, con las manos llenas de abstracciones, entre las que destacan: una montaña, la coincidencia de los contrarios, la inevitabilidad de la evolución cíclica, un sistema poético, y el proyecto de auto-extensión en el mundo del Work in progress, del señor James Joyce [...] Aquí hay expresión directa –páginas y páginas de expresión directa. Y si no lo entienden, damas y caballeros, es porque son demasiado decadentes para recibirla. No están satisfechos a menos que la forma esté demasiado estrictamente divorciada del contenido que puedan comprender uno sin molestarse por leer el otro. El rápido filtrado y absorción de la escasa crema de sentido es posible por lo que puedo llamar un continuo proceso de copiosa salivación intelectual».

 

Sobre esta disquisición fondo-forma, Edmund Wilson destacó que entre los múltiples logros de la obra está la «adaptación del estilo al tema», señalando uno de los aspectos primordiales del proceso que pone en funcionamiento: «El mejor modo para entender el método de Joyce es registrar cada cual lo que pasa en su propio espíritu a medida que se queda dormido».

 

 Los movimientos y la plasmación de ciertos descubrimientos narrativos pertenecen a un complejo camino hecho, a su vez, de infinidad de caminos. El concepto de monólogo interior había sido empleado por Valéry Larbaud en el terreno de la literatura, y la técnica se atribuye al novelista Eduard Dujardin, cuya obra Les lauriers sont coupés conocía Joyce. El propio Dujardin había definido este procedimiento de la siguiente manera: «El monólogo interior es de orden poético. Ese lenguaje no oído y no pronunciado por medio del cual un personaje expresa sus pensamientos más íntimos (los que están más cerca de la subconciencia) anteriores a toda organización lógica, es decir, en su estado original, por medio de frases directas reducidas a un mínimo sintáctico y de manera que den la impresión de reproducir los pensamientos conforme van llegando a la mente». En su definición se acercan dos polos que la narratología posterior diferenciaría con bastante claridad y que se encuentran en sus distintas variantes dentro del procedimiento joyceano: el monólogo interior y el flujo de conciencia (el stream of consciousness que definiera William James). Algunos teóricos señalan a Dostoievsky y a Hawthorne como precursores del procedimiento narrativo.

 

A Dujardin, un poeta que formaba parte del círculo de Mallarmé pero que no había sido muy reconocido, Joyce lo admiraba especialmente por su libro Les lauriers sont coupés, que descubrió en su segunda estancia en París, en el año 1903, y sobre el que escribió: «En este libro el lector, desde las primeras páginas, se encuentra sumergido en el pensamiento del personaje principal, y el desenvolverse ininterrumpido de este pensamiento, sustituyendo a la forma común de narración, nos presenta lo que el personaje está haciendo o lo que le está sucediendo».

 

«Mientras que los flujos de conciencia –escribe Lodge- de Stephen y Molly reciben el estímulo de las impresiones de los sentidos, que les hacen cambiar de curso, Molly, en plena oscuridad, sin más distracción que algún que otro ruido procedente de la calle, se guía sólo por sus recuerdos: de uno sale otro, por algún tipo de asociación. Y mientras que la asociación en la conciencia de Stephen tiende a ser metafórica (una cosa evoca otra por similitud, una similitud a menudo secreta o caprichosa) y en Bloom metonímica (una cosa hace pensar en otra por una relación de causa efecto, o por contigüidad en el espacio o en el tiempo), la asociación en la conciencia de Molly es simplemente literal: un desayuno en la cama le recuerda otro desayuno en la cama, del mismo modo que un hombre en su vida le hace pensar en otro hombre. Como la imagen de Bloom le lleva a evocar a otros amantes que ha tenido, no siempre es fácil saber a quién se refiere el pronombre él».

 

 El resultado de las pesquisas formales apoya la tesis sobre las vanguardias, en otros sentidos fallida e injusta, expuesta por Hans Magnus Enzensberger. «El terreno en que se mueve la vanguardia es la historia. La preposición francesa avant, que en la expresión técnica militar tiene un sentido más bien espacial, adquiere en la metáfora su sentido temporal originario. El arte no se entiende como una parte de la actividad humana históricamente inmutable, ni como un depósito o un arsenal de ‘bienes de cultura’ intemporales, sino como un proceso, un movimiento en avance continuo, como un work in progress en el que participan todas y cada una de las obras».

 

Un arduo paseo textual con recompensa

 

 Se entiende, por todos estos motivos que se han señalado, que Ulises resulte un libro democráticamente tenido por difícil, por un lado condenado a la rigidez polvorienta de las estanterías y reeditado con vehemente insistencia decorativa, y por otro lado agente renovador de entusiasmos literarios. Hay que tener en cuenta, así mismo, que tanto Ulises como Finnegan´s Wake representan una auténtica industria académica, un microcosmos dentro de los estudios universitarios. Para los lectores en lengua castellana, la empresa de pasar por sus multitudinarias páginas puede resultar aún más dificultosa. Si la musicalidad pergeñada es ejecutada por un instrumento transpositor, si la etimología heterodoxa pierde todo rastro (o casi), el texto se ve tergiversado hasta su condición de auténtico mutante. Ambigua suerte la del último capítulo/episodio de Ulises, el monólogo de Molly Bloom, uno de los momentos cumbre de la Literatura de todos los tiempos, escondido como una perla en los fondos cavernosos de un camino que pocos llegan a transitar. Capítulo que empieza con la referencia a un desayuno: «Sí, porque anteriormente él jamás había hecho algo parecido a pedir su desayuno en la cama con dos huevos desde el hotel City Arms en que se le dio por hacerse el enfermo en la cama con su voz quejosa mandándose la parte con esa vieja bruja...» y así a lo largo de cuarenta y cinco páginas de apretado monólogo interior. Cerca del final de esta explosión volcánica, de este géiser lingüístico implacable, Molly se pregunta: «...quién fue la primera persona en el universo antes de que hubiera nadie que lo hizo todo quién ah ellos no saben ni yo tampoco así que ahí tienes...».

 

A todo ello hay que sumar el accidentado camino que recorrió el libro, desde las imprentas hasta las librerías, pasando por los juzgados y los despachos de ociosos funcionarios de la crítica. En el mes de octubre de 1920, unos dos años antes de su aparición en formato de libro, la Society of Vice de la ciudad de Nueva York citó a los tribunales a las señoras Anderson y Heap, responsables de la revista Little Review, acusadas de inmoralidad por la publicación de los primeros capítulos de Ulises. En 1921, finalmente, las editoras fueron declaradas culpables y condenadas por publicar «escritos obscenos». La pena consistió en el pago de una multa y la advertencia para no volver a publicar literatura «obscena» en la revista. Paradójicamente, en los comienzos del siglo XXI un ejemplar de la primera edición de Ulises publicada por Shakespeare & Company alcanzó una cifra de venta récord, convirtiéndose en el libro (de factura industrial) más caro de los publicados en el siglo XX.

 

Un apéndice a este artículo merecería el tema de las traducciones al castellano de la novela de Joyce. Desde que en 1945 la editorial argentina Santiago Rueda publicara la obra, en la traducción de J. Salas Subirat, ya suman al menos cinco las versiones que Ulises tiene en lengua castellana. A esa inaugural empresa lingüística siguieron la de José María Valverde, que declara haber ignorado la primera (pero parece empeñarse por establecer una puntual distancia), la del tándem compuesto por Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas, que adoptaron la inteligente postura de asumir los logros, hallazgos y precisiones de sus predecesoras, y las más recientes de Rolando Costa Picazo y de Marcelo Zabaloy. Sobre la traducción de Salas Subirat, mítica a estas alturas, Juan José Saer declaró: «el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto Arlt— había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas». Todas estas traducciones, novelas distintas pero a su vez la misma novela, dan cuenta del interés que sigue generando la obra y de su capacidad inaudita para reproducirse.

 

En el largo proceso de acumulación y articulación del saber literario, la obra de Joyce sigue suponiendo uno de sus momentos más brillantes, titánica empresa que ha expandido sin duda el horizonte de las posibilidades expresivas de la literatura y ha contribuido a una nueva forma de concebir y pensar la relación entre arte y realidad.