Accidente durante el autostop. Denis JohnsonAccidente durante el autostop

Denis Johnson

Traducción de Luigi Bosetti

 

Un comerciante que compartía su licor y conducía mientras dormía… Un cheroqui lleno de bourbon… Un VW que no era más que una burbuja de humo de hachís capitaneado por un estudiante universitario…

Y una familia de Marshalltown que chocó de frente y mató para siempre a un hombre que viajaba hacia el oeste saliendo de Bethany, Missouri…

… Me levanté empapado por dormir bajo una lluvia torrencial y algo menos que consciente, gracias a los tres primeros que nombré anteriormente (el comerciante, el indígena y el estudiante) todos los cuales me habían dado drogas. Al borde de la entrada de la rampa aguardé sin esperanzas a que alguien me recogiera. ¿Cuál era el sentido, siquiera, de enrollar mi saco de dormir, si estaba tan mojado que nadie me iba a dejar entrar en su coche? así que me cubrí con él como si fuese una capa. El aguacero barrió el asfalto y gorgoteó en los surcos, mis pensamientos pasaron como un zumbido vergonzoso. El comerciante me había alimentado con unas píldoras que me hicieron sentir como si las venas se me fueran a reventar. Me dolió la mandíbula y conocí el nombre de cada una de las gotas de lluvia. Sentí todo antes de que pasara; supe que un Oldsmobile se iba a detener incluso antes de que redujera la velocidad y por las dulces voces de la familia que lo ocupaban, supe que tendríamos un accidente en medio de la tormenta.

No me importó. Me dijeron que me llevarían durante todo el camino.

El hombre y su esposa pasaron a su pequeña hija adelante con ellos y dejaron al bebé atrás conmigo y con mi empapado saco de dormir.

—No te voy a llevar a ningún lado muy rápido —dijo el hombre —llevo a mi mujer y a mis niños,  es por eso.

Eres uno de esos, pensé y acomodé mi saco de dormir contra la puerta del lado izquierdo y me dormí hacia el otro lado, sin que me importara si sobrevivía o moría. El bebé dormía sin atar en el asiento de al lado, debía de tener unos nueve meses.

… Pero antes de todo esto, esa misma tarde, el comerciante y yo habíamos llegado a Kansas City en su coche de lujo, habíamos desarrollado una peligrosa y cínica camaradería que comenzó en Texas, donde él me recogió. Nos tomamos su frasco de anfetaminas y cada cierto tiempo nos deteníamos en la carretera interestatal a comprar una lata de Canadian Club y una bolsa de hielo. Su coche tenía portavasos cilíndricos de vidrio en cada puerta y un interior de piel blanca. Me dijo que me iba a llevar a su casa a pasar la noche con su familia pero primero quería desviarse para ver a una mujer que conocía.

Bajo las nubes del Medio Oeste como grandes cerebros grises dejamos la autopista con la sensación de andar sin rumbo y entramos en Kansas City en la hora punta con una sensación de haber encalla-do. Tan pronto como disminuimos la velocidad, toda la magia de viajar juntos se desvaneció y comenzó a hablar de su amiga.

—Me gusta esta chica, creo que la amo pero tengo esposa y dos hijos y hay ciertas obligaciones que tengo que cumplir. Y por encima de todo, amo a mi esposa. Tengo el don del amor: amo a mis hijos y amo a todos mis familiares—. Mientras él continuaba su parloteo, me sentí rechazado y triste. —Tengo un bote, uno pequeño, de unos cinco metros, tengo dos coches y tengo espacio en el patio como para una piscina.

Se encontró con su amiga en el trabajo, ella llevaba una tienda de muebles y allí lo perdí, las nubes se mantuvieron igual hasta la noche. Más tarde, en la oscuridad, no pude ver la tormenta que se formaba. El conductor del Volkswagen, un estudiante universitario, el mismo que me llenó la cabeza con todo el hachís, me dejó más allá de los límites de la ciudad justo cuando empezó a llover. No me importó la velocidad del viaje que llevaba, estaba muy agotado como para ponerme de pie, me acosté en el césped fuera de la salida de la rampa y desperté en medio de un charco que se había formado a mi alrededor; y más tarde, como venía diciendo, me dormí en el asiento trasero mientras el Oldsmobile (la familia de Shalltown) chapoteaba en medio de la lluvia. Y aun así, soñé que miraba a través de mis párpados y que mi pulso marcaba los segundos del tiempo, la interestatal del Oeste de Misuri era en esa zona, en su mayor parte, apenas una carretera de doble vía. Cuando un camión semi-remolque vino hacia nosotros y pasó yendo hacia la otra vía, nos encontramos perdidos en un rocío cegador y una batalla de ruidos como si estuviese en medio de un lavado de coches automático. Las escobillas se levantaron y se cruzaron por el parabrisas sin mucho efecto. Estaba agotado y después de una hora me quedé profundamente dormido.

En todo momento supe lo que iba a pasar, pero el hombre y su esposa me despertaron más tarde negándolo con insistencia.

—¡Oh, no!

—¡No!

Fui lanzado contra el asiento delantero con tanta fuerza que se rompió, reboté hacia adelante y hacia atrás, y un líquido, que de inmediato supe se trataba de sangre humana, voló por dentro del coche y llovió sobre mi cabeza. Cuando acabó, me encontré de nuevo en el asiento trasero, como había estado justo antes y me levanté y miré a mi alrededor. Los focos delanteros se habían apagado, el radiador emitía un zumbido constante; más allá de eso, no oí nada más. Por lo que pude notar, yo era el único consciente y mientras los ojos se me ajustaban, vi que el bebé yacía boca arriba a mi lado como si nada hubiese pasado. Tenía los ojos abiertos y con las pequeñas manos se tocaba las mejillas.

En un minuto, el conductor, quien se había desplomado sobre el volante, se incorporó y nos miró, tenía el rostro destrozado y oscuro, lleno de sangre. Verlo hizo que me dolieran los dientes pero cuando habló, no sonó como si se hubiese roto ninguno de los dientes.

—¿Qué pasó?

—Tuvimos un accidente —dijo.

—El bebé está bien —dije, a pesar de que no tenía idea de cómo se encontraba.

Se giró hacia su mujer.

—Janice —dijo— ¡Janice, Janice!

—¿Está bien?

—¡Está muerta! —dijo, zarandeándola con rabia.

—No, no lo está.

Yo estaba ahora preparado para negarlo todo.

Su pequeña hija estaba viva pero inconsciente, se quejaba mientras dormía pero el hombre seguía agitando a su esposa.

—¡Janice! —gritó.

Su esposa lanzó un leve quejido.

—No está muerta  —dije, escalando por encima del coche y alejándome.

—No va a despertar —le oí decir.

Me encontraba de pie, afuera, en medio de la noche y por alguna razón con el bebé en mis brazos. Seguramente seguía lloviendo pero no recuerdo nada relacionado con el clima. Habíamos chocado con otro coche en lo que ahora podía percibir, era un puente de doble vía. El agua debajo de nuestros pies se hacía invisible en la oscuridad.

Cuando me acerqué al otro coche comencé a escuchar un chirrido, como un ronquido metálico. La mitad del cuerpo de alguien salió arrojada por la puerta del copiloto, la cual estaba abierta y tenía la postura que tiene alguien cuando cuelga de los tobillos en un trapecio. El coche había sido impacta-do por un costado y había quedado tan destrozado que no cabían ni siquiera las piernas de esa persona, ni qué decir del conductor ni del resto de los pasajeros. Seguí caminando por un lado del coche.

Desde lejos se acercaban luces de faros delanteros. Caminé hasta el comienzo del puente, haciendo señales con un brazo y sosteniendo al bebé junto al hombro, con el otro.

Era un semi-remolque el que molía los engranajes mientras frenaba. El conductor bajó la ventanilla y le grité:

—Hubo un accidente, pida ayuda.

—No puedo dar la vuelta aquí  —dijo.

Me dejó subir a mí y al bebé al asiento del pasajero y nos quedamos sentados en la cabina mirando el los restos que había dejado el accidente con los faros delanteros.

—¿Hay algún muerto? —preguntó.

—No sé quién está vivo y quién está muerto —confesé.

Se sirvió una taza de café de un termo y apagó el motor, dejando solo encendidas las luces intermitentes.

—¿Qué hora es?

—Oh, son casi las tres menos cuarto —dijo.

Por su comportamiento parecía apoyarse en la idea de no hacer nada al respecto. Me encontraba aliviado y lloroso, pensaba que tenía alguna responsabilidad pero no quería saber cuál era.

Cuando otro coche se acercó en la dirección opuesta, pensé que debía hablarles.

—¿Puede cuidar al bebé? —le pregunté al conductor del camión.

—Sería mejor que usted estuviera pendiente de él  —dijo el conductor— ¿Es un niño, verdad?

—Eso creo —dije.

El hombre que colgaba fuera del coche destrozado aún se encontraba con vida cuando pasé, así que me detuve para comprobar cuán herido estaba y asegurarme de que no había nada que pudiera hacer. Se quejaba con fuerza y brusquedad, la sangre le burbujeaba en la boca con cada bocanada pero no respiraría mucho más. Yo lo sabía, pero él no, y por lo tanto, pensé en la enorme pena que es la vida de las personas en este planeta. Y no me refiero a que todos acabaremos muertos, esa no es la gran pena, me refiero a que él no podía decirme lo que estaba soñando y yo no podía decirle qué era real.

Al poco tiempo, ya había algunos coches dando marcha atrás para buscar otro camino a cada lado del puente. Las luces que le daban a los restos del accidente junto con el vapor parecían el ambiente de un partido nocturno y las ambulancias y los policías que se abrían paso teñían de color a toda la escena. No hablé con nadie, mi secreto fue que en este pequeño periodo de tiempo pasé de ser el presidente de esta tragedia a ser un desconocido observador de este sangriento accidente. Tiempo después, un oficial de policía supo que yo era uno de los pasajeros y tomó mi declaración, no recuerdo nada de esto, excepto que me dijo «apague su cigarrillo».

Detuvimos nuestra conversación para ver cómo cargaban al hombre moribundo en la ambulancia. Todavía estaba vivo, soñando de forma obscena. La sangre le chorreaba en hilos, las rodillas se sacudían y la cabeza le temblaba.

Yo estaba bien y no había visto nada, pero el policía igualmente tenía que interrogarme y llevarme al hospital.

Se escuchó en su radio que el hombre ya había muerto, justo cuando entrábamos por la explanada de la entrada de la sala de emergencias.

Esperé en un pasillo de baldosas con mi saco de dormir mojado, recostado contra la pared, hablando con el hombre de la funeraria local.

El doctor me llamó y me dijo que mejor me hacía una radiografía.

—No.

—Ahora es el mejor momento, si algo aparece después…

—Estoy bien.

Al final del pasillo vi llegar a la esposa, se veía espléndida, ardiente, todavía no sabía que su esposo había muerto, nosotros ya lo sabíamos. Eso fue lo que le dio ese tremendo poder sobre nosotros. El doctor se la llevó a una habitación con un escritorio, al final del pasillo, y por debajo de la puerta una ráfaga de brillo se extendió como si, por algún extraordinario proceso, se estaban incinerando diamantes allí adentro. ¡Qué par de pulmones! La esposa chilló como imagino que chillaría un águila. Fue maravilloso estar vivo para escucharlo. Desde ese momento he estado buscando sentir algo así por todos lados.

«Estoy bien», me sorprendo al darme cuenta que dejé escapar esas palabras, pero siempre he tendido a mentirle a los doctores, como si estar saludable consistiera solo en mi habilidad para engañarlos.

Algunos años después, una de las veces en que fui admitido al programa de desintoxicación en el Hospital General de Seattle, seguí el mismo camino.

—¿Está escuchando sonidos o voces extrañas? —preguntó el doctor.

—Oh, Dios. Ayúdanos. Duele —gritaron las cajas de algodón.

—No precisamente —dije.

—No precisamente —dijo él—. ¿Y eso qué significa?

—No estoy listo para pasar por eso —dije.

 

Un pájaro amarillo aleteó cerca de mi rostro y los músculos se contrajeron, ahora estaba temblando como un pescado y cuando cerré y apreté los ojos, lágrimas calientes explotaron desde las órbitas. Cuando los abrí, me encontraba tendido sobre el vientre.

—¿Cómo es que la habitación se volvió tan blanca? —pregunté.

Una hermosa enfermera estaba tocando mi piel.

—Estas son vitaminas —dijo y me introdujo la aguja.

Llovía y helechos gigantes se inclinaban sobre nosotros, el bosque se amontonaba cuesta abajo, podía escuchar un riachuelo corriendo entre las rocas y vosotros, vosotros gente ridícula, esperáis que yo os ayude.

 

 

Título original: “Car Crash While Hitchhiking”. Incluido en el libro Jesus' Son (Farrar, Straus & Giroux, 1992).