«Sueños», de Ernst JüngerLunes, 8 del 8 del 88: un día con cuatro ochos y encima lunes. Los funcionarios del registro civil tendrán mucho trabajo, como también los carteros. A la gente le gusta casarse o bautizar a sus hijos en días así; por otro lado es una buena fecha de cumpleaños.

  El ocho es un número especial; Odín cabalga un corcel de ocho patas. Es el número de ciertos encuentros, con el nueve se abre un nuevo comienzo. También a mí la fecha me ha deparado alguna vez sorpresas. En esos días lo mejor sería quedarse en la cama. A mi carácter no le va. A medianoche cuando me desperté sentí  ganas de moverme -aterricé a las nueve de la mañana en Orly, uno de los venerables aeropuertos de París. Gracias al salto de tiempo había ganado seis horas, me dijo la azafata que me había atendido. No podría haber calculado el lugar en el que había dormido, pero sí la distancia recorrida, claro que para nosotros esto ya no es tan importante como en los tiempos de la diligencia. Quizá pasé la noche en una capital del lejano Oriente; la azafata era de tipo malayo. Habíamos conversado agradablemente y la hubiera invitado a comer, ella parecía propicia. Pero aparte de que nunca se sabe cómo termina un asunto de éstos, era demasiado arriesgado en una fecha tal. Sería mejor pasar el día sin aventuras -meditando con una buena pipa o contemplando obras de arte.

  En el aeropuerto encontré un taxi solitario; subí a él y me dejé llevar sin rumbo fijo por la ciudad. Al taxista no le extrañó; daba la coincidencia de que estaba borracho. Cuando le pregunté por qué, me dijo: «Soy un esquirol».

  Pensé que se refería a que era alcohólico; pero lo dijo literalmente, como descubrí más tarde. Le hice parar de vez en cuando para caminar un poco. Apenas había tráfico.

 

  Cada vez que visito la ciudad, ésta ha cambiado; no es de extrañar en estos agitados tiempos. Los rascacielos surgen como los hongos; es más difícil derruirlos que construirlos. Hay verdaderos artistas de la demolición.

  Esta vez el cambio me pareció especialmente escandaloso. Quizá contribuyera a ello el salto de tiempo. Los viejos y conocidos barrios se habían conserva do esencialmente, pero en vano busqué calles y plazas con nombres familiares. Ni siquiera el taxista había oído hablar de ellos. En su lugar se alzaban fábricas y a veces ni siquiera había rastro de éstas.

  Lo que más me dolió fue que hubiera desaparecido el gran bosque. Me hubiera gustado tocar al menos los signos que en su día grabé en alguno de mis árboles predilectos. Claro que eso no le está permitido a un Ahasvero.

  El bosque ahora tenía aspecto suburbial: jardincillos y chabolas descuidadas. De algunas chimeneas salía humo: eran refugio de pensionistas y criadores de conejos, de mendigos y vagabundos. Un kiosko con el cartel torcido tenía un aspecto sospechoso. Para mantener a mi conductor -a punto de dormirse- de buen humor le invité a un Pernod. Al pedir cigarrillos el vendedor me preguntó «¿Con o sin?», o sea que tenía mercancía más fuerte. Al borde del camino crecía cannabis entre la maleza, un cartelito advertía: «¡Atención! Peligro de víboras».

  Mi esperanza de volver a encontrar mi lugar de descanso bajo las arcadas se vio frustrada. El restaurante que allí había no estaba ya y tampoco la terraza en la que servían los camareros. El terreno era ahora fangoso; en las barreras de una antigua fábrica de ladrillos se formaban charcas, en cuyas orillas crecían juncos de tallos negros. Bajo un cartel de prohibición vi en la orilla a un pescador que parecía un espantapájaros.

Nada parecía atenerse a la ley.

  Nos aproximamos al borde del bosque, donde a finales de siglo vivían diplomáticos y gente elegante. Las mansiones que aún se mantenían en pie se parecían a las de Pompeya, incluso a las de Herculano. ¿Acaso había pasado por allí una guerra, un pogromo, un terremoto o un crack bursátil? No lo recordaba. Pero notaba el aliento de la decadencia con mayor fuerza debido a que había tenido allí protectores y amigos.

  Poco después nos sentimos como náufragos que tocan tierra firme: entramos en un barrio con casas habitadas, tiendas y tráfico modesto. Me resultaban familiares, como también a mi conductor. Respiré como alguien que de pronto se queda sin habla y la recupera sin haber perdido ni una palabra. Me concedí un deseo que llevaba tiempo madurando pero que había olvidado y ahora volvía a recordar. Murmuré: «Al museo». El taxista lo oyó y me condujo como un sonámbulo al objetivo. Mientras yo sacaba la cartera para pagar, él salió zumbando describiendo eses. Un taxista que olvida cobrar es algo que no se ve todos los días. Me pareció también extraño su sentido de la orientación, pues no le había indicado ni la calle ni el número. Desde luego, había únicamente un museo en este barrio, el Musée Henri IV, pero sólo lo conocían los iniciados. Sin duda la bebida agudiza el ingenio.

 

  Me encontraba delante del edificio, ante el que a menudo había pasado para visitar a mis amigos al borde del bosque. Estaba bien escogido, era un palacete de la época:

  En aquellos tiempos me solía recuperar del miserable presente en la historia, como en una fuente. No quiero decir con ello que otros tiempos pasados fueran mejores, pero la mirada atrás descubre su estructura espiritual. Vemos no sólo lo que sucedió, sino lo que hubiera podido ser y quedó en sueño y deseo. Enrique IV tenía indudablemente graves defectos; se dice que cuando aparecían unas faldas abandonaba los más importantes asuntos de Estado. En su época circulaba un panfleto: Los amoríos de Alejandro. Tras el primer encuentro con él, Madame de Simier dijo: «He visto a un rey, pero no he visto a Su Majestad». Sea como fuere, él representó, para bien y para mal, su tiempo, en su totalidad: el despertar del goce de los sentidos y de la humanidad integral. Además, los excesos; era necesario ventilar todo a fondo. Yo perdí mucho con él.

  Enrique era uno de esos hombres que siempre tienen otra cosa en la cabeza, incluso cuando les van a ahorcar. Cuando quería animar a un vasallo durante el combate: «¡Viejo amigo, vengo a probar tus vinos!».

  Delante del palacete recordé un puñado de anécdotas. En un pueblo, durante un alto para comer, Enrique ordenó que le trajeran al más listo de los vecinos para que le entretuviera durante la comida. Le trajeron a un viejo campesino llamado Gaillard, nombre que significa «alegre». El rey, después de oír el nombre le hizo sentar enfrente y le preguntó: «¿Sabes lo que separa a un gaillard de un paillard (es decir, un libertino)?».

  —Sire, les separa únicamente una mesa.

  El rey rió: «¡Por todos los diablos! No sabía que en un pueblo tan pequeño hubiera gente tan ingeniosa».

  Pero dejemos el tema. Pensaba refrescar ésta y otras memorias –como el placer que me habían deparado plumas como la de Bassompierre y d'Aubigné. Son como un añejo borgoña, envejecido en el barril.

  Mi expectación era grande ya que se decía que en las salas se había conservado el mobiliario hasta el último detalle -hasta la sopera para la famosa gallina del domingo.

 

  Con la esperanza de disfrutar dos o tres horas resguardado de la modernidad abrí la puerta. No estaba cerrada, pero ya en el pasillo me salió al encuentro un guardián barbudo que me cerró el camino con los brazos extendidos y me avisó que el sentido de la visita era por la derecha. Debía, pues, haber entrado por la puerta trasera. Era una cuestión baladí, ya que saltaba a la vista que yo era el único visitante. ¿Cómo iba a crearse un tumulto como el que se producía delante del Grand Palais, donde la cola llegaba a veces hasta la calle principal? Aventuré una tímida objeción, pero el guardián me aclaró con poca cortesía que no se trataba de números sino de principios: el sentido de la visita era por la derecha, sin tráfico contrario. Con seres así no hay nada que hacer, en el ejército son temidos por ordenancistas.

  Debía haber buscado la entrada principal y haber pagado allí la entrada para estar dentro de las reglas. Pero la mañana estaba estropeada, la perspectiva de la compañía de Cerbero en el edificio vacío me agradaba poco; podía ser incluso peligrosa. Probablemente era yo el primer visitante en mucho tiempo y le había molestado en su sueño o en alguna diversión. Estos guardianes de museo, por cierto, me parecen el prototipo del beocio, que rodeado de tesoros del arte y la naturaleza se aburre como pocos. Quizá notó mi animadversión a la primera mirada.

 

  Afortunadamente el museo estaba enfrente de un pequeño bistrot. Tampoco aquí había clientes, aunque en el interior tocaban La Paloma. Delante de la puerta tres o cuatro mesas y sillas de rejilla metálica invitaban a sentarse. Me gustó el sitio, aquí descansaría. Tomé asiento después de abrir una de las sombrillas que había entre las mesas. Como sí fuera una señal apareció el camarero para preguntar por mis deseos. Encargué un café fuerte:

  En el interior se oían ahora, acompañados por el zumbido de la máquina de café, los sones de La Venezia. El sol lucía apacible mientras yo contemplaba el palacio. En su tiempo debió hallarse extramuros y estar fortificado. ¿A quién pertenecería? Sin duda a uno de la Liga, quizá a un compañero de Balafré. Seguro que no era un protestante, no habría sobrevivido a la noche de San Bartolomé. Para este tipo de cuestiones existen unos versos de Calderón que siempre recuerdo porque los he vivido para mi pesar:

 

                                                                        En batallas tales

                                                                    los que vencen son leales;

                                                                    los vencidos, los traidores.

 

  Por fin apareció el camarero y me sirvió. Me sorprendió que primero extendiera un mantelito. No era costumbre, pero quizá era una compensación por el desagradable recibimiento del guardián. Mi estado de ánimo se aclaró.

  La manera de moverse y de servir en silencio del joven camarero resultaba grata. Nada más verle comprendí que nuestro encuentro era más personal que de negocios. A él le sucedió algo parecido. Desde el interior del bistrot le llamaron y así me enteré de que su nombre era Freddy.

  El café era extraordinario. Pero cuando llamé a Freddy para pagar hice un penoso descubrimiento: no tenía dinero. En el aeropuerto y en el taxi aún tenía la cartera. Probablemente la dejé allí -eso explicaría la prisa con la que desapareció el taxista. Había hecho un buen negocio.

  Desgracias de este tipo me suceden a menudo; soy distraído, sobre todo en días en los que los pensamientos me zumban en la cabeza como un enjambre de abejas. Entonces puede ocurrirme que olvide el monedero en la ventanilla donde acabo de comprar sellos; una vez llegué a meterlo por distracción en el buzón. Además hoy había que tener en cuenta el salto de tiempo.

  En una primera visita la incapacidad para pagar es especialmente sospechosa, por otro lado una taza de café es una bagatela. A Freddy casi le alegró mi apuro. Con un gesto de la mano me disculpó e incluso me ofreció prestarme dinero, como si yo le hiciera un favor aceptándolo.

  Me gustó, encargué otro café e invité a Freddy a acompañarme. Se sentó a mi mesa después de cambiarse la chaqueta y nos pusimos a charlar como si hiciera años que nos conociéramos, incluso como si nos hubiéramos conocido en «tiempos remotos». A lo mejor habíamos sido marineros en el mismo velero.

  Las horas pasaron como en un sueño; había que pensar en el camino de regreso. Lo recordé de pronto. Si hacía uso del ofrecimiento de Freddy y pedía un taxi aún llegaría a tiempo al aeropuerto. Afortunadamente el pasaporte y mis demás papeles se encontraban en el otro bolsillo interior. Por ellos me enteré de que tenía reservada plaza para Singapur. Antes aquello era un país de leyenda, hoy es el barrio periférico de cualquier ciudad en la que nos hallemos. La gente se da cita en el Raffles como a finales de siglo en el Maxim's de París.

  Cuando Freddy supo que yo tenía cosas que hacer al otro extremo de la ciudad quiso acompañarme a toda costa, sobre todo porque Mercurio se encontraba precisamente hoy en una posición propicia. Evidente en la huelga de taxis.

  ¡Cierto! -me acordé del esquirol. Pero como el tiempo era suave decidí darme un paseo.

  —Eres muy bueno Freddy, pero ya me las arreglaré. Sacré Coeur me servirá de brújula, de día y de noche.

  —Berthy, no conoces las zonas periféricas: los jardines con trampas y escopetas que se disparan solas, los montones de basuras peligrosas, los pozos escondidos entre el follaje; quien cae en uno de ellos ya puede despedirse de la luz. Y luego los maleantes, los mirones, los chulos en su circuito criminal.

  Estuvimos discutiendo. Freddy adujo nuevas y graves razones. Al final incluso la posibilidad de un terremoto --el, suelo era inseguro y en algunos lugares amenazaba hundirse. Al principio se atribuyó la causa a las catacumbas, pero las causas eran más profundas Ni siquiera se podía confiar en las calles. Algunas describían caprichosas curvas, otras círculos y espirales. Encima era de noche.

  Sin dudó Freddy exageraba, incluso inventaba, pero insistía más y más. Como si yo me hubiera convertido en su deseo, su proyecto. Apenas me había dado cuenta de que nos tuteábamos y de que Freddy conocía mi nombre: Berthold -así me llamo desde hace tiempo. Lo dice mi partida de bautismo, pero como tengo muchos padrinos suelo cambiar de nombre según me apetece. Entonces tengo la sensación de ponerme un guardapolvo y disfruto un cierto incógnito. Algunos piensan que es una manera sospechosa de actuar. Pero yo respeto las leyes, 'aunque a mi manera. Puedo mostrarles mi partida de bautismo. Por fin dije: «Freddy, no quiero hacerte perder el tiempo».

  —Eso es lo de menos. Tengo tiempo suficiente, incluso de sobra, y puedo darte un poco de él.

  Fue una palabra mántica. Acepté, pues, su compañía o mejor dicho su guía. Freddy entró en el bistrot, donde ahora sonaba la cinta de Torero. Pronto volvió transformado en cazador alpino, con la cuerda enrollada al hombro y el piolet. ¿Acaso quería dar a entender que no había exagerado lo que nos esperaba y que yo debía estar preparado para la expedición? En cualquier caso el equipo le sentaba bien. Me llamó la atención que recogiera las tazas de la mesa y doblara el mantelito, como si 'pensara ya en los clientes de la noche, o sea que su uniforme era un bluff. Claro que también tenía otra explicación.

 

  Nos pusimos en marcha. Cuando dejamos atrás las casas habitadas y las ruinas entramos en una zona cubierta de arbustos. Me pareció raro un árbol solitario, cuya altura sobrepasaba la de un eucaliptus gigante. Sería un último testigo del Jardín Botánico que allí había florecido en uno de los intervalos del tiempo. Estos árboles pueden llegar a muy viejos. Gigantesco también un hongo que coronaba un montón de escombros. Su paraguas hubiera dado cobijo a un grupo de peregrinos, una mesa en forma de anillo se ceñía a su tronco Habían sobrevivido también algunos lagartos; sin embargo había que conocer su entorno natural. Por ejemplo, la charca de una tortuga. Freddy me mostró una. El animal no abundaba, porque lo perseguían los coleccionistas. Estaba adiestrado como un perro dócil. ¿Se habría alterado también su inteligencia? En su día los sabios discutieron el problema, pero hoy tenemos otras preocupaciones. Nuestro ejemplar era considerable. Como suelen hacer las tortugas, estaba pegado a la pared de barro para captar la mayor cantidad posible de sol. Cuando nos acercamos se puso sobre las patas traseras como un fox terrier; la habíamos asustado con nuestras sombras. No estaba sola, pues de la pared, junto a la que estábamos, salió una mano oscura. Tengo que llamar mano a ese miembro, aunque no fuera más grande que la mano de un embrión mulato. Freddy clavó el pico en ese lugar y una hembra con cinco crías surgió del barro. Ninguna era más grande que una moneda.

  Por Freddy -que en uniforme desplegaba unos conocimientos que no hubiera sospechado en el bistrot, supe que estas fosas aceleraban la evolución. En un tiempo fueron famosas por sus formaciones atípicas, pero luego pasaron a ser meramente museísticas, ya que las quimeras se producían sin dificultad en los laboratorios. Se podían pedir del tamaño que uno deseara; había catálogos para aficionados. Yo había oído hablar de ello como de una extravagancia de los biotécnicos. Luego se abandonó la producción; los monstruos naturales ya son bastante feos.

  Desde el camino de ida, el paisaje había cambiado considerablemente; parecía haberse extendido y el proceso continuaba. Sin duda se produjo otro salto de tiempo; nos encontrábamos en el torbellino de la espiral, quizá en su mismo núcleo. Las chabolas habían desaparecido, los caminos apenas destacaban sobre el suelo. En efecto nuestro paseo se asemejaba más y más a la expedición vaticinada por Freddy. Me pregunté si no debía haber metido en su mochila un sextante y otros instrumentos como los que Humboldt había llevado al Orinoco. Pero aunque la visión era mala Freddy se movía con libertad, como un piloto seguro de su meta.

  Montmartre con su cúpula había desaparecido; no teníamos punto de referencia. Era aún pronto, por la tarde. El ruiseñor empezó a cantar y perros voladores se agitaban en torno al árbol gigantesco.

  ¿Se movía el suelo o empezaba yo a marearme como tras una noche sin dormir? El suelo cedía. Yo avanzaba adelantando con cuidado los pies por la quebradiza piedra pómez. Las formas se disolvían pero no en la niebla de los barcos, a la 'manera del genial Turner, sino como a través de un velo rojo pálido.

  No sé por qué no puedo dejar de citar, sobre todo cuando hay peligro. Quizá es una falta de fantasía; en proximidad de la muerte también es una blasfemia. A los dioses no les gusta, temen que uno de nosotros sé siente a su mesa. Nada más lejos de mi intención, pues yo vivo con más intensidad en los libros que en nuestra triste realidad. Lo que está logrado en palabras, imágenes, melodías, se me graba en el espíritu. Y vuelve como un remolino cuando necesito ayuda o consuelo. Quizá existe un impulso a coger en la mano una joya cuando se avecina el final. Sería una especie de óbolo.

  En el fondo aún no podía hablarse de peligro; pero daba miedo. La desgracia acecha; sería mejor que el peligro diera la cara. Eso estaba por suceder.

  El suelo iba calentándose bajo nuestras suelas; en algunos puntos se descomponía en manchas azuladas como en La balsa de la Medusa o en la madera carcomida de los chopos, a orillas del río. Las manchas empezaron a moverse y a formar riachuelos de corriente espesa, que exhalaban vahos sulfurosos. Era difícil respirar; sin duda habíamos caído en una solfatara -no en una solfatara de una era en extinción, sino en una erupción que se iniciaba. Hay volcanes apagados que se recuperan. Su costra aún no está líquida, pero su interior hierve y está al rojo vivo. Recordé la excursión que hice durante mi estancia en Nápoles a Pozzuoli. Allí las profundidades hervían, los antiguos creían que el lugar era la escena del combate de los gigantes; los cristianos, que era la antecámara del infierno. También entonces el día estaba nublado; me avisaron. La tarde anterior había desaparecido un inglés que se había atrevido a salir sin guía.

 

  No podíamos caminar en línea recta, lógicamente, pero Freddy mantenía bien la dirección, yo me sentía seguro a su lado. Avanzábamos. Las erupciones nos creaban menos problemas que los obuses en una batalla. Veíamos ascender el vapor y eso nos avisaba. Algunas bocas lanzaban sólo barro ardiendo, otras una lluvia de chispas como de un soplete.

  Más inquietante era el aumento de volumen de los riachuelos de lava. Se fundían en corrientes que no podían pasarse de un salto, además salían llamas de ellas. Si el calor alcanzaba el grado en el que el fósforo ya no arde sino que explota estábamos perdidos. Habíamos alcanzado ese punto crítico. Que un paseo al atardecer por las afueras de una gran ciudad pudiera tomar este giro era inimaginable. Por otro lado, y desde un punto de vista objetivo, no era un caso extraordinario. Uno se mete en el coche y al cabo de dos horas acaba en la mesa de autopsia. Hoy todos conducen a una velocidad mortífera.

 

  En un accidente todo va más rápido. Nuestra aventura, por el contrario, era más romántica, si se me permite la expresión: iba desarrollándose. Pertenecía a ese tipo de aventura que empieza como un lazo y luego se aprieta en un nudo -el lazo se cierra-. El camino, al principio laberíntico, tomaba forma, se cristalizaba. No podíamos fiarnos ya del azar, estábamos obligados a actuar. Ahora o nunca.

  Había aclarado bastante; Montmartre no estaba ya envuelto en la bruma, sino en fuego. Detrás de nosotros la corriente de fuego se había cerrado en círculo, o más exactamente, en un óvalo. No había retroceso, pero también el frente era aterrador. Era extraño que el óvalo, como reflejado por un espejismo, apareciera también delante de nosotros, formando ambos el dibujo de un reloj de arena -un ocho de fuego.

  Calculé las posibilidades que teníamos; eran limitadas. El fuego a nuestra espalda nos empujaba hacia delante, quisiéramos o no. El nudo del lazo era el único punto oscuro, quizá el fuego había quemado ya todo. Era improbable pero no imposible que pudiéramos refugiarnos allí y resistir hasta que se hubiera extinguido el fuego en los dos óvalos. En el mejor de los casos nos tostaríamos un poco.

  ¿Cómo explicar que en esta desesperada situación mi estado de ánimo fuera mejorando hasta el punto de sentir alegría? La presencia de Freddy obraba el milagro. Su presencia a mi lado me fortalecía a cada paso, aunque apenas intercambiáramos una palabra. Freddy era si no mi mejor yo, sí el más fuerte. Mientras estuviera conmigo nada podría sucederme. Y así otro temor me acuciaba más que el fuego: la trémula pregunta de si Freddy se quedaría junto a mí y si sentía por mí lo mismo que yo sentía por él. Freddy se había transformado de camarero en compañero, luego en guía y continuaba transformándose. Cada vez estaba más cerca de mí, todo era más sencillo. Me rodeó el hombro con su brazo, ¡qué bendición!

  El óvalo se estrechó; que no soplara el viento y que las llamas se alzaran verticales era favorable. Hicimos un alto en un trozo de césped. Por la mañana la hierba estaba verde, ahora se había vuelto marrón. Muchos animales, entre ellos nuestra tortuga, se refugiaban allí. La tortuga se puso sobre sus patas traseras. Freddy la cogió y la metió en su camisa. Eso me gustó -las cosas no podían estar tan mal. Sin embargo pregunté:

«Freddy, ¿tenemos alguna posibilidad?». «Sin duda», y señalando con el brazo extendido el nudo oscuro exclamó: «Au canon!».

  Así infundieron ánimo los granaderos a Grouchy cuando en Waterloo titubeaba ante el fuego. Ya digo, me gustan las citas, especialmente cuando las cosas se ponen feas. Entonces se reparten como condecoraciones. Unos pasos más y alcanzamos el nudo. Estaba formado por un embudo que descendía casi en vertical. El fuego aquí no había hecho estragos, aunque las llamas soplaban por encima. Vapores como los de una cocina enturbiaban la vista. ¿Reposaba el embudo sobre la lava ardiente o había alcanzado agua de fondo? Los vapores que a veces parecían humo no lo aclaraban, no sabíamos lo que nos esperaba, pero era cuestión de segundos, teníamos que descender en cualquier caso.

  Freddy clavó el pico en la boca del embudo y aseguró la cuerda. Noté que tenía nudos corredizos. Freddy debió pensar en ellos ya en el bistrot. ¿Para qué queríamos el pico? Quizá allí abajo hacía frío. Le pregunté: «Freddy, ¿estamos perdidos?».

  Él contestó: «No lo admito. Pero tenemos que casarnos».

  Me hice cargo.

 

Traducción de Genoveva Dieterich

En El Paseante, Nº14