¡Traductores del mundo!El debate reciente –si es que realmente se trata de un debate y no de una reacción marginal ante la emergencia y consolidación de una nueva ética de la edición- sobre la figura del traductor y su papel más o menos protagonista en la autoría de la obra literaria, ya parece estar muy gastado y por ello ser incapaz de proponer nuevas perspectivas. La traducción es sin lugar a dudas una actividad fundamental en lo que entendemos de forma consensuada como «Cultura», y el traductor es una figura central en la selección, circulación y comprensión de la trama de textos que la componen.

 

Por Ernesto Bottini

 

Discutir este rol protagónico de la traducción tanto en la cultura del libro como en la industria editorial se antoja una pérdida de tiempo, pero la consideración sobre la pertinencia de situar el nombre del traductor/a en la cubierta del libro, si es suficiente que aparezca en la portada del mismo o quizá recluido en el extrarradio de los créditos, parece una buena excusa para recordar la historia de José Robles Pazos, profesor y traductor gallego asesinado en el contexto de la Guerra Civil española, al que debemos, entre otras cosas, una de las primeras aproximaciones en lengua castellana a la obra del novelista estadounidense John Dos Passos. Pieza clave de la revolución novelística de principios del siglo XX, Dos Passos había publicado en el año 1925 su novela Manhattan Transfer, obra que significó un punto de apoyo trascendental y a la vez una cima en la forma y la estética narrativa de la modernidad. La obra recoge, junto con sus equivalentes europeos y sudamericanos, los cambios sociales, urbanísticos, económicos (y de toda otra índole) que se estaban produciendo en el mundo en el convulso periodo de entreguerras. La traducción de Robles se publicó en España en el año 1929, en la editorial Cénit, con prólogo del traductor.

 

La desaparición de José Robles, de la que ahora se cumplen 85 años, generó una confrontación profunda entre John Dos Passos y Ernest Hemingway (ambos activos participantes en la Guerra Civil española y amigos del traductor, a quienes había tratado en los Estados Unidos desde los años ‘20), y de alguna manera sintetiza o encarna el comienzo de una distancia significativa entre parte de la izquierda mundial que apoyaba a la República y las prácticas oscuras del estalinismo (de las que, según todos los testimonios, había sido víctima el propio Robles).

 

Un documental sobre el caso, estrenado en el año 2015, aborda las claves en torno a la relación entre Dos Passos, Hemingway y José Robles. Su título es Robles, duelo al sol y sirve como presentación de las complejidades y repercusiones de aquel episodio que tuvo a la traducción y a la figura del traductor en el centro del drama.

 

Varios libros se han dedicado a desentrañar el misterio sobre su desaparición en Valencia en 1937, entre los que destacan el de Ignacio Martínez de Pisón, Enterrar a los muertos (2005); el de Stephen Koch, La ruptura: Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles (2006); y el de Michael Atkinson, Hemingway cutthroat, a mistery (2010).

 

Su trágica historia personal viene a cuento, ya que en algún momento de la década de 1980 la industria editorial española introdujo un error en la referencia del autor de la traducción de Manhattan Transfer, rebautizándolo como José Robles Piquer. Error que no fue enmendado hasta fechas recientes.

 

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Prólogo de José Robles a la primera edición española de Manhattan Transfer:

 

    John Dos Passos, de origen portugués, seis pies de talla, desgarbado, miope, hizo sus estudios en la universidad de Harvard. A poco de graduarse fue por primera vez a España. Luego, cuando Estados Unidos entró en la guerra, sirvió en el frente hasta que se firmó el armisticio. Desde entonces no ha parado seis meses en el mismo sitio. Tan pronto está en México como en Teherán, o en Constantinopla. De cuando en cuando reaparece en Nueva York, que puede llamarse, aunque un algo inapropiadamente, su residencia fija. Barzonea algún tiempo por Greenwich Village, y un día cualquiera, sin que nadie se entere, toma de nuevo el portante.

 

    Sin embargo, Dos Passos no es de esos americanos que como él mismo dice, viajan para pasear sus baúles. Su insaciable curiosidad no se contenta con ver. Necesita vivir la vida que le rodea, amoldarse a las costumbres, aprender la lengua del país que visita. Es, en una palabra, todo lo contrario de un turista.

 

    Radical hasta la médula de los huesos, tomó parte activa en la tragedia Sacco-Vanzetti, colabora en las revistas avanzadas, simpatiza con el bolchevismo. Como escritor se limita a transcribir lo que ve, lo que siente, lo que oye y lo que huele, sin tratar de hacer a la fuerza una obra trascendental. No se nota en él ese ingenuo prurito de escribir libros profundos y definitivos, tan común entre los literatos norteamericanos que por temor a parecer superficiales pontifican a menudo en tono pedantesco y solemne. Es admirable la modestia de este novelista. Siempre ausente de su obra, deja a sus personajes en absoluta libertad y no se interpone nunca en su camino.

 

    Three soldiers (Tres soldados, 1921), le hizo célebre en Estados Unidos. Un año antes había publicado en Inglaterra One man’s initiation (Iniciación de un hombre), su primera protesta contra los traficantes de carne humana; pero esta novela pasó injustamente desapercibida. Tres soldados, por el contrario, tuvo un gran éxito. Los radicales aplaudieron, los patrioteros se escandalizaron; todo el mundo discutió; la censura intervino. Tratábase en efecto de una pintura muy poco aduladora de aquella cosa tan extraña que de 1917 a 1919 se llamó ejército americano. Los tres soldados Fuselli, Chrisfield y Andrews salen de la esclavitud militar física y moralmente destrozados. El primero cae enfermo y pierde hasta el respeto así mismo; Chrisfield sufre la persecución de la justicia; Andrews deserta y se expone a veinte años de presidio para poder "conservar la integridad de su pensamiento". En segundo término aparece una multitud de oficiales, enfermeras, aristócratas, empleados, campesinos, cuyas relaciones perfectamente normales contrastan con la rebeldía del triple protagonista.

 

    Estas dos novelas de la guerra fueron en parte redactadas en España, donde el autor pasó una larga temporada después de librarse del uniforme. La España de Dos Passos no es la España convencional que suelen ver los extranjeros. Sus ensayos sobre nuestras costumbres, nuestra sicología, nuestra literatura, nuestras ciudades, publicados en revistas neoyorquinas y reunidas después en el volumen Rosinante on the road again (Rocinante vuelve al camino, 1922), así como los croquis madrileños incluidos en el libro de poesías A puschart at the curb, publicado en la misma fecha, revelan una perspicacia y una agudeza de observación que ya quisieran para sí muchos de nuestros ensayistas y poetas.

 

    En 1923, con Streets of nigth, Dos Passos vuelve a la novela. Ha abandonado el tema belicoso. Le atrae ahora la tragedia de la juventud intelectual americana, juventud presa de un malestar sordo, de una vaga neurastenia que conduce a veces al suicidio. Tal es el caso de Wenny, uno de los protagonistas, que se pega un tiro para acabar con la angustia que le atormenta.

 

    La censura prohibió Calles de la noche en diversos estados de la Unión. No porque el estilo sea demasiado crudo para las sensibilidades puritanas-reproche que se hace actualmente a Dos Passos- sino porque Wenny, hijo de un pastor protestante, no ve en su padre más que un ser mezquino y un tanto ridículo con su cuello abrochado por detrás. Se comprende que la rigidez de tal hombre no es ajena al suicidio de su hijo, y la gente mojigata clamó contra semejante falta de respeto a la sagrada institución de la familia.

 

    Así como la Iniciación de un hombre es un boceto de Tres soldados, en Calles de la noche está el germen de Manhattan Transfer, donde Dos Passos aborda el problema técnico de pintar la vida de una ciudad enorme y lo resuelve por un procedimiento dramático. Su novela es una sucesión de escenas. La masa en bloque no aparece nunca pero los personajes se suman, se multiplican hasta formar una multitud abigarrada de rentistas, negociantes, cómicos, obreros, millonarios, prostitutas, militares. Unos nacen, otros mueren, otros se casan, otros terminan en la cárcel, otros se eclipsan durante años para reaparecer con el cabello gris, enriquecidos o arruinados. La habilidad con el autor pone en contacto a todos estos personajes tan heterogéneos es asombrosa.

 

    Sería necesario cruzar cien veces la ciudad de punta a punta, meterse en todos los rincones, viajar en todos sus trenes, para sacar la misma impresión de vértigo que causa la lectura de esta serie de cuadros impresionistas, hilvanados con un hilo apenas perceptible que el autor rompe cuando lo tiene por conveniente. Como en la pantalla del cine, la acción abarca veintitantos años, cambia bruscamente de lugar. Los personajes, más de ciento, andan de acá para allá, subiendo y bajando en los ascensores, yendo y viniendo en el metro, saliendo y entrando en los hoteles, en los vapores, en las tiendas, en los music-halls, en las peluquerías, en los teatros, en los rascacielos, en los teléfonos, en los bancos. Y todas estas personas y personillas que bullen por las páginas de la novela como por las aceras de la gran metrópoli aparecen sin la convencional presentación y se despiden del lector "a la francesa". Cada cual tiene su personalidad bien marcada, pero todos se asemejan a la falta de escrúpulos. Son gentes materialistas, dominadas por el sexo o por el estómago, cuyo fin único parece ser la prosperidad económica. A unos los sorprendemos emborrachándose discretamente; a otros cohabitando detrás de las cortinas; a otros estafando al prójimo sin salirse de la ley. Los abogados viven de chanchullos, los banqueros seducen a sus secretarias, los policías se dejan sobornar y los médicos hacen abortar a las actrices.

 

    Los más decentes son los que atracan las tiendas con pistolas de pega. Entre toda esta gentuza destaca Jimmy Herf, tipo de burgués idealista repetido en otras obras de Dos Passos. Pero el verdadero protagonista no es sino Manhattan mismo, con sus viejas iglesias empotradas entre geométricos rascacielos, con sus cabarets resplandecientes, con su puerto brumoso y humeante y con sus carteles luminosos, que parpadean de noche en las avenidas donde la gente se atropella ensordecida por el trepidar de los trenes elevados. Dos Passos no ha tenido miedo de pintarlo tal y como es, cruel, obsceno, ruidoso y magnífico, en una de las mejores novelas que ha producido la nueva literatura norteamericana.