Schweblin: Dos cuentosSamanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) está considerada como una de las cuentistas argentinas más consolidadas de las últimas décadas. Su primer libro de cuentos, El núcleo del disturbio (Ediciones Destino, 2002), ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001. Su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca (Editorial Emecé, 2009), obtuvo el Premio Casa de las Américas de 2008. En 2010 fue elegida por la revista británica Granta como una de los veintidós mejores escritores en español menores de 35 años. Distancia de rescate (Literatura Random House, 2014) es su primera novela publicada. En el año 2015 ganó el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con su libro Siete casas vacías (Páginas de espuma, 2015). Traducida a más de veinte lenguas y becada por distintas instituciones, ha vivido brevemente en México, Italia, China y Alemania. Reside actualmente en Berlín, donde escribe y enseña escritura creativa. A continuación reproducimos dos de sus cuentos más destacados, “Pájaros en la boca” y “Nada de todo esto” (incluido en la antología de Nuevas Narradoras Argentinas, publicada por Función Lenguaje).

 

Pájaros en la boca

 

El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me quedé parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre, pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui a abrir.

–Silvia –dije.

–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que hablar, Martín.

Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.

–No va a gustarte. Es... es fuerte –miró su reloj–. Es sobre Sara.

–Siempre es sobre Sara –dije.

–Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa ahora  mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.

–¿Qué pasa?

–Además, le dije a Sara que irías así que te espera.

Nos quedamos en silencio un momento.

Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.

Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado  y  las  azaleas  de  Silvia  colgando  del  balcón  matrimonial.

Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se le veía rebosante de salud. Sus piernas y sus  brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:

–Hola, papá.

Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo,  pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una  jaula  para  pájaros  –de  unos  setenta,  ochenta  centímetros–; colgaba del techo, vacía.

–¿Qué es eso?

–Una jaula –dijo Sara, y sonrió.

Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina.

Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.

–Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.

–Ya, Silvia, dejate de joder, ¿Qué pasa?

–La tengo sin comer desde ayer.

–¿Me estás cargando?

–Para que lo veas con tus propios ojos.

–Ajá... ¿estás loca?

Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.

–¿Qué le pasa a tu madre?

Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía.

Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los ojos.

Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota  de  golf,  lo  metió  dentro  de  la  jaula  y  la  cerró.  Tiró  la  caja  al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se  levantó,  su  cola  de  caballo  brilló  a  un  lado  y  otro  de  su  nuca,  y fue hasta la jaula dando un brinco, paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro.

No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba.

Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre.  Sonrió  avergonzada,  su  boca  gigante  se  arqueó  y  se  abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces.

Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del acompañante.

Esperé a que volviera y cerrara la puerta.

–¿Qué mierda...?

–Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.

–¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pájaros!

–No puedo más.

–¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?

Silvia se quedó mirándome, desconcertada.

–Supongo  que  los  traga  también.  No  sé  si  los  pájaros... –dijo y se quedó pensando.

–No puedo llevármela.

–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.

–¡Pero come pájaros!

Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos  torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiendo come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.

Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –que habían guardado en  el  baúl–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto de arriba. Después de que se instaló la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.

–Comés pájaros, Sara –dije.

–Sí, papá.

Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:

–Vos también.

–Comés pájaros vivos, Sara.

–Sí, papá.

Pensé en qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia.

Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el día en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me la pasaba todo el día consultando en internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo» «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público con los ojos bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revolcándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.

Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro.

Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.

–Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.

En  el  supermercado  la  gente  cargaba  sus  changos  de cereales,  dulces,  verduras  y  lácteos.  Yo  me  limitaba  a  mis enlatados  y  hacía  la  cola  en  silencio.  Iba  al  supermercado  dos o  tres  veces  por  semana.  A  veces,  aunque  no  tuviera  nada  que comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y  recorría  las  góndolas  pensando  en  qué  es  lo  que  podía  estar olvidándome.  A  la  noche  mirábamos  juntos  la  televisión.  Sara erguida,  sentada  en  su  esquina  del  sillón,  yo  en  la  otra  punta, espiándola  cada  tanto  para  ver  si  seguía  la  programación  o  ya

estaba  otra  vez  con  los  ojos  clavados  en  el  jardín.  Yo  preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:

–Permiso, papá.

Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.

Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se le veía cada vez más hermosa,  como  si  se  pasara  el  día ejercitando bajo el  sol. Cada  tanto,  haciendo  mis  cosas,  encontraba  una  pluma. En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua.

A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.

Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí.

Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y sólo entonces volvió a la programación.

Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos  para ver de qué eran. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.

Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.

La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver  a  casa,  me  detuve  a  ver  las  jaulas  de  pájaros  que  colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y regresó al mostrador.

En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.

–Hola, Sara.

–Hola, papá.

Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se le veía tan bien como en los días anteriores. Sara dijo:

–Papi...

Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor,  dudando  de  que  realmente  me  hubiera  hablado,  pero  ahí estaba,  con  las  rodillas  juntas  y  las  manos  sobre  las  rodillas,  mirándome.

–¿Qué? –dije.

–¿Me querés?

Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento.

Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aun así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer habría  considerado «lo correcto», dije:

-Sí, mi amor. Claro.

Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la programación.

Volvimos  a  dormir  mal,  ella  paseando  de  un  lado  al  otro de  la  habitación,  yo  dando  vueltas  en  mi  cama  hasta  que  me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más  tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:

-Sí, papá.

-¿Por qué no salís un poco al jardín?

-No, papá.

Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando que Sara no me escuchara, dije en el contestador:

–Es urgente, por favor.

Esperamos sentados cada  uno en  su  sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:

–Permiso, papá.

Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el  teléfono. Levanté el tubo una vez más, escuché  el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación  variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro  de  su  jaula.  Me  cobraron  ciento  veinte  pesos  y  me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente.

Cuando  volví  Sara  seguía  encerrada.  Por  primera  vez desde  que  ella  estaba  en  casa,  subí  y  entré  al  cuarto.  Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero  ninguno  de  los  dos  dijo  nada.  Se  le  veía  tan  pálida que  parecía  enferma.  El  cuarto  estaba  limpio  y  ordenado, la  puerta  del  baño  entornada.  Había  unas  treinta  cajas  de zapatos  sobre  el  escritorio,  pero  desarmadas  de  modo  que no ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien.

Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero,  que todavía llevaba en  la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.

 

 

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Nada de todo esto

 

                        —Nos perdimos —dice mi madre.

            Frena y se inclina sobre el volante. Sus dedos finos y viejos se agarran al plástico con fuerza. Estamos a más de media hora de casa, en uno de los barrios residenciales que más nos gusta. Hay caserones hermosos y amplios, pero las calles son de tierra y están embarradas porque estuvo lloviendo toda la noche.

            —¿Tenías que parar en medio del barro? ¿Cómo vamos a salir ahora de acá?

            Abro mi puerta para ver qué tan enterradas están las ruedas. Bastante enterradas, lo suficientemente enterradas. Cierro de un portazo.

            —¿Qué es lo que estás haciendo, mamá?

            —¿Cómo que qué estoy haciendo? —su estupor parece sincero.

            Sé exactamente qué es lo que estamos haciendo, pero acabo de darme cuenta de lo extraño que es. Mi madre no parece entender, pero responde, así que sabe a qué me refiero.

            —Miramos casas —dice.

            Parpadea un par de veces, tiene demasiado rímel en las pestañas.

            —¿Miramos casas?

            —Miramos casas —señala las casas que hay a los lados.

            Son inmensas. Resplandecen sobre sus lomas de césped fresco, brillantes por la luz fuerte del atardecer. Mi madre suspira y, sin soltar el volante, recuesta su espalda en el asiento. No va a decir mucho más. Quizá no sabe qué más decir. Pero esto es exactamente lo que hacemos. Salir a mirar casas. Salir a mirar las casas de los demás. Intentar descifrar eso ahora podría convertirse en la gota que rebalsa el vaso, la confirmación de cómo mi madre ha estado tirando a la basura mi tiempo desde que tengo memoria. Mi madre pone primera y, para mi sorpresa, las ruedas resbalan un momento pero logra que el coche salga adelante. Miro hacia atrás el cruce, el desastre que dibujamos en la tierra arenosa del camino, y ruego por que ningún cuidador caiga en la cuenta de que hicimos lo mismo ayer, dos cruces más abajo, y otra vez más casi llegando a la salida. Seguimos avanzando. Mi madre conduce derecho, sin detenerse frente a ningún caserón. No hace comentarios sobre los cerramientos, las hamacas ni los toldos. No suspira ni tararea ninguna canción. No toma nota de las direcciones. No me mira. Unas cuadras más allá las casas se vuelven más y más residenciales y las lomas de césped ya no son tan altas, sino que, sin veredas, delineadas con prolijidad por algún jardinero, parten desde la mismísima calle de tierra y cubren el terreno perfectamente niveladas, como un espejo de agua verde al ras del suelo. Toma hacia la izquierda y avanza unos metros más. Dice en voz alta, pero para sí misma:

            —Esto no tiene salida.

            Hay algunas casas más adelante, luego un bosque se cierra sobre el camino.

            —Hay mucho barro —digo—, da la vuelta sin parar el coche.

            Me mira con el entrecejo fruncido. Se arrima al césped derecho e intenta retomar el camino hacia el otro lado. El resultado es terrible: apenas si acaba de tomar una desdibujada dirección diagonal cuando se encuentra con el césped de la izquierda, y frena.

            —Mierda —dice.

            Acelera y las ruedas resbalan en el barro. Miro hacia atrás para estudiar el panorama. Hay un chico en el jardín, casi en el umbral de una casa. Mi madre vuelve a acelerar y logra salir en reversa. Y esto es lo que hace ahora: con el coche marcha atrás, cruza la calle, sube al césped de la casa del chico, y dibuja, de lado a lado, sobre el amplio manto de césped recién cortado, un semicírculo de doble línea de barro. El coche queda frente a los ventanales de la casa. El chico está de pie con su camión de plástico, mirándonos absorto. Levanto la mano, en un gesto que intenta ser de disculpas, o de alerta, pero él suelta el camión y entra corriendo a la casa. Mi madre me mira.

            —Arrancá —digo.

            Las ruedas patinan y el coche no se mueve.

            —¡Despacio, mamá!

            Una mujer aparece tras las cortinas de los ventanales y nos mira por la ventana, mira su jardín. El chico está junto a ella y nos señala. La cortina vuelve a cerrarse y mi madre hunde más y más el coche. La mujer sale de la casa. Quiere llegar hasta nosotras pero no quiere pisar su césped. Da los primeros pasos sobre el camino de madera barnizada y después corrige la dirección hacia nosotras pisando casi de puntillas. Mi madre dice mierda otra vez, por lo bajo. Suelta el acelerador y, por fin, suelta también el volante.

            La mujer llega y se inclina hasta la ventanilla para hablarnos. Quiere saber qué hacemos en su jardín, y no lo pregunta de buena manera. El chico espía abrazado a una de las columnas de la entrada. Mi madre dice que lo siente, que lo siente muchísimo, y lo dice varias veces. Pero la mujer no parece escucharla. Sólo mira su jardín, las ruedas hundidas en el césped, e insiste en preguntar qué hacemos ahí, por qué estamos hundidas en su jardín, si entendemos el daño que acabamos de hacer. Así que se lo explico. Digo que mi madre no sabe conducir en el barro. Que mi madre no está bien. Y entonces mi madre golpea su frente contra el volante y se queda así, no se sabe si muerta o paralizada. Su espalda tiembla y empieza a llorar. La mujer me mira. No sabe muy bien qué hacer. Sacudo a mi madre. Su frente no se separa del volante y los brazos caen muertos a los lados. Salgo del coche. Vuelvo a disculparme con la mujer. Es alta y rubia, grandota como el chico, y sus ojos, su nariz y su boca están demasiado juntos para el tamaño de su cabeza. Tiene la edad de mi madre.

            —¿Quién va a pagar por esto? —dice.

            No tengo dinero, pero le digo que vamos a pagar. Que lo siento y que, por supuesto, vamos a pagar. Eso parece calmarla. Vuelve su atención un momento sobre mi madre, sin olvidarse de su jardín.

            —Señora, ¿se siente bien? ¿Qué trataba de hacer?

            Mi madre levanta la cabeza y la mira.

            —Me siento terrible. Llame a una ambulancia, por favor.

            La mujer no parece saber si mi madre habla en serio o si le está tomando el pelo. Por supuesto que habla en serio, aunque la ambulancia no sea necesaria. Le hago a la mujer un gesto negativo que implica esperar, no hacer ningún llamado. La mujer da unos pasos hacia atrás, mira el coche viejo y oxidado de mi madre, y a su hijo atónito, un poco más allá. No quiere que estemos acá, quiere que desaparezcamos pero no sabe cómo hacerlo.

            —Por favor —dice mi madre—, ¿podría traerme un vaso de agua hasta que llegue la ambulancia?

            La mujer tarda en moverse, parece no querer dejarnos solas en su jardín.

            –Sí —dice.

            Se aleja, agarra al niño de la remera y se lo lleva dentro con ella. La puerta de entrada se cierra de un portazo.

            —¿Se puede saber qué estás haciendo, mamá? Salí del coche, que voy a tratar de moverlo.

            Mi madre se endereza en el asiento, mueve las piernas despacio, empieza a salir. Busco alrededor troncos medianos o algunas piedras para poner bajo las ruedas e intentar sacar el coche, pero todo está muy pulcro y ordenado. No hay más que césped y flores.

            —Voy a buscar algunos troncos —le digo a mi madre señalándole el bosque que hay al final de la calle—. No te muevas.

            Mi madre, que estaba a medio camino de salir del coche, se queda inmóvil un momento y luego se deja caer otra vez en el asiento. Me preocupa que esté anocheciendo, no sé si podré sacar el coche a oscuras. El bosque está sólo a dos casas. Camino entre los árboles, me lleva unos minutos encontrar exactamente lo que necesito. Cuando regreso mi madre no está en el coche. No hay nadie fuera. Me acerco a la puerta de la casa. El camión del chico está tirado sobre el felpudo. Toco el timbre y la mujer viene a abrirme.

            —Llamé a la ambulancia —dice—, no sabía dónde estaba usted y su madre dijo que iba a desmayarse otra vez.

            Me pregunto cuándo fue la primera vez. Entro con los troncos. Son dos, del tamaño de dos ladrillos. La mujer me guía hasta la cocina. Atravesamos dos livings amplios y alfombrados, y enseguida escucho la voz de mi madre.

            —¿Esto es mármol blanco? ¿Cómo consiguen mármol blanco? ¿De qué trabaja tu papá, querido?

            Está sentada a la mesa, con una taza en la mano y la azucarera en la otra. El chico está sentado enfrente, mirándola.

            —Vamos —digo, mostrándole los troncos.

            —¿Viste el diseño de esta azucarera? —dice mi madre empujándola hacia a mí. Pero como ve que no me impresiona agrega—: de verdad me siento muy mal.

            —Esa es un adorno —dice el chico—, esta es nuestra azucarera de verdad.

            Le acerca a mi madre otra azucarera, una de madera. Mi madre lo ignora, se levanta y, como si fuera a vomitar, sale de la cocina. La sigo con resignación. Se encierra en un pequeño baño que hay junto al pasillo. La mujer y el hijo me miran pero no me siguen. Golpeo la puerta. Pregunto si puedo pasar y espero. La mujer se asoma desde la cocina.

            —Me dicen que la ambulancia llega en quince minutos.

            —Gracias —digo.

            La puerta del baño se abre. Entro y vuelvo a cerrar. Dejo los troncos junto al espejo. Mi madre llora sentada sobre la tapa del inodoro.

            —¿Qué pasa, mamá?

            Antes de hablar dobla un poco de papel higiénico y se suena la nariz.

            —¿De dónde saca la gente todas estas cosas? ¿Y ya viste que hay una escalera a cada lado del living? —Apoya la cara en las palmas de las manos—. Me pone tan triste que me quiero morir.

            Tocan la puerta y me acuerdo de que la ambulancia está en camino. La mujer pregunta si estamos bien. Tengo que sacar a mi madre de esta casa.

            —Voy a recuperar el coche —digo volviendo a levantar los troncos—. Quiero que en dos minutos estés afuera conmigo. Y más vale que estés ahí.

            En el pasillo la mujer habla por celular pero me ve y corta.

            —Es mi marido, está viniendo para acá.

            Espero un gesto que me indique si el hombre vendrá para ayudarnos a nosotras o para ayudarla a ella a sacarnos de la casa. Pero la mujer me mira fijo cuidándose de no darme ninguna pista. Salgo y voy hacia el coche. Escucho al chico correr detrás de mí. No digo nada, coloco los troncos bajo las ruedas y busco dónde mi madre pudo haber dejado las llaves. Enciendo el motor. Tengo que intentarlo varias veces pero al fin el truco de los troncos funciona. Cierro la puerta y el chico se tiene que correr para que no lo pise. No me detengo, sigo las huellas del semicírculo hasta la calle. No va a venir sola, me digo a mí misma. ¿Por qué me haría caso y saldría de la casa como una madre normal? Apago el motor y entro a buscarla. El chico corre detrás de mí, abrazando los troncos llenos de barro.

            Entro sin tocar y voy directo al baño.

            —Ya no está en el baño —dice la mujer—. Por favor, saque a su madre de la casa. Esto ya se pasó de la raya.

            Me lleva al primer piso. Las escaleras son amplias y claras, una alfombra color crema marca el camino. La mujer va delante, ciega a las marcas de barro que voy dejando en cada escalón. Me señala un cuarto, la puerta está entreabierta y entro sin abrirla del todo, para guardar cierta intimidad. Mi madre está acostada boca abajo sobre la alfombra, en medio del cuarto matrimonial. La azucarera está sobre la cómoda, junto a su reloj y sus pulseras, que evidentemente se ha quitado. Los brazos y las piernas están abiertos y separados, y por un momento me pregunto si habrá alguna otra manera de abrazar cosas tan descomunalmente grandes como una casa, si será eso lo que mi madre intenta hacer. Suspira y después se sienta en el piso, se acomoda la camisa y el pelo, me mira. Su cara ya no está tan roja, pero las lágrimas hicieron un desastre con el maquillaje.

            —¿Qué pasa ahora? —dice.

            —Ya está el coche. Nos vamos.

            Espío hacia afuera para tantear qué hace la mujer, pero no la veo.

            —¿Y qué vamos a hacer con todo esto? —dice mi madre señalando alrededor—.            Alguien tiene que hablar con esta gente.

            —¿Dónde está tu cartera?

            —Abajo, en el living. En el primer living, porque hay uno más grande que da a la piscina, y uno más del otro lado de la cocina, frente al jardín trasero. Hay tres livings —mi madre saca un pañuelo de su jean, se suena la nariz y se seca las lágrimas —cada uno es para una cosa diferente.

            Se levanta agarrándose de un barrote de la cama y camina hacia el baño de la habitación.

            La cama está hecha con un doblez en la sábana superior que solo le vi hacer a mi madre. Bajo la cama, hecha un bollo, hay una colcha de estrellas fucsias y amarillas y una docena de pequeños almohadones.

            —Mamá, por dios, ¿armaste la cama?

            —Ni me hables de esos almohadones —dice, y después, asomándose detrás de la puerta para asegurarse de que la escucho—: y quiero ver esa azucarera cuando salga del baño, no se te ocurra hacer ninguna locura.

            —¿Qué azucarera? —pregunta la mujer del otro lado de la puerta. Toca la puerta tres veces pero no se anima a entrar—. ¿Mi azucarera? Por favor, que eso era de mi mamá.

            En el baño se escucha la canilla de la bañera. Mi madre regresa hacia la puerta y por un segundo creo que va a abrirle a la mujer, pero la cierra y me indica que baje la voz, que la canilla es para que no nos escuchen. Esta es mi madre, me digo, mientras abre los cajones de la cómoda y revisa el fondo entre la ropa, para confirmar que la madera de los interiores del mueble también sea de cedro. Desde que tengo memoria hemos salido a mirar casas, hemos sacado de estos jardines flores y macetas inapropiadas. Cambiado regadores de lugar, enderezado buzones de correo, recolectado adornos demasiado pesados para el césped. En cuanto mis pies llegaron a los pedales empecé a encargarme del coche. Esto le dio a mi madre más libertad. Una vez movió sola un banco blanco de madera y lo puso en el jardín de la casa de enfrente. Descolgó hamacas. Quitó yuyos malignos. Tres veces arrancó el nombre Marilú 2 de un cartel groseramente cursi. Mi padre se enteró de algún que otro evento pero no creo que haya dejado a mi madre por eso. Cuando se fue, mi padre se llevó todas sus cosas menos la llave del coche, que dejó sobre uno de los pilones de revistas de hogares y decoración de mi madre, y por unos años ella prácticamente no se bajó del coche en ningún paseo. Desde el asiento del acompañante decía: «es quicuyo», «ese Bow-Window no es americano», «las flores de hiedra francesa no pueden ir junto a los duraznillos negros», «si alguna vez elijo ese tipo de rosa nacarado para el frente de la casa, por favor, contratá a alguien que me sacrifique». Pero tardó mucho tiempo en volver a bajar del coche. Esta tarde, en cambio, ha cruzado una gran línea. Insistió en conducir. Se las ingenió para entrar a esta casa, al cuarto matrimonial, y ahora acaba de regresar al baño, de tirar en la bañera dos frascos de sales, y está empezando a descartar en el tacho algunos productos del tocador. Escucho el motor de un coche y me asomo a la ventana que da al jardín trasero. Ya casi es de noche, pero los veo. Él baja del coche y la mujer ya camina hacia él. Con su mano izquierda sostiene la del chico, la derecha se esmera doblemente en gestos y señales. Él asiente alarmado, mira hacia el primer piso. Me ve y, cuando me ve, yo entiendo que tenemos que movernos rápido.

            —Nos vamos, mamá.

            Está quitando los ganchos de la cortina del baño, pero se los saco de la mano, los tiro al piso, la agarro de la muñeca y la empujo hacia la escalera. Es algo bastante violento, nunca traté así a mi madre. Una furia nueva me empuja a la salida. Mi madre me sigue, tropezando a veces en los escalones. Los troncos están acomodados al pie de la escalera y los pateo al pasar. Llegamos al living, tomo la cartera de mi madre y salimos por la puerta principal

            Ya en el coche, llegando a la esquina, me parece ver las luces de otro coche que sale de la casa y dobla en nuestra dirección. Llego al primer cruce de barro a toda velocidad y mi madre dice:

            —¿Qué locura fue todo eso?

            Me pregunto si se refiere a mi parte o a la suya. En un gesto de protesta, mi madre se pone el cinturón. Lleva la cartera sobre las piernas y los puños cerrados en las manijas. Me digo a mí misma, ahora te calmás, te calmás, te calmás. Busco el otro coche por el espejo retrovisor pero no veo a nadie. Quiero hablar con mi madre pero no puedo evitar gritarle.

            —¿Qué estás buscando, mamá? ¿Qué es todo esto?

            Ella ni se mueve. Mira seria al frente, con el entrecejo terriblemente arrugado.

            —Por favor, mamá ¿qué? ¿Qué carajo hacemos en las casas de los demás?

            Se escucha a lo lejos la sirena de una ambulancia.

            —¿Querés uno de esos livings? ¿Eso querés? ¿El mármol de las mesadas? ¿La bendita azucarera? ¿Esos hijos inútiles? ¿Eso? ¿Qué mierda es lo que perdiste en esas casas?

            Golpeo el volante. La sirena de la ambulancia se escucha más cerca y clavo las uñas en el plástico. Una vez, cuando tenía cinco años y mi madre cortó todas las calas de un jardín, se olvidó de mí sentada contra la verja y no tuvo la valentía de volver a buscarme. Esperé mucho tiempo, hasta que escuché los gritos de una alemana que salía de la casa con una escoba, y corrí. Mi madre conducía en círculos dos cuadras a la redonda, y tardamos en encontrarnos.

            —Nada de todo eso —dice mi madre manteniendo la vista al frente, y es lo último que dice en todo el viaje.

            La ambulancia dobla hacia nosotras unas cuadras más adelante y nos pasa a toda velocidad.

            Llegamos a casa media hora más tarde. Dejamos las cosas en la mesa y nos sacamos las zapatillas embarradas. La casa está fría, y desde la cocina veo a mi madre esquivar el sillón, entrar al cuarto, sentarse en su cama y estirarse para prender el radiador. Pongo agua a calentar para preparar té. Esto necesito ahora, me digo, un poco de té, y me siento junto a la hornalla a esperar. Cuando estoy poniendo el saquito en la taza suena el timbre. Es la mujer, la dueña de la casa de los tres livings. Abro y me quedo mirándola. Le pregunto cómo sabe dónde vivimos.

            —Las seguí —dice mirándose los zapatos.

            Tiene una actitud distinta, más frágil y paciente, y aunque abro el mosquitero para dejarla entrar no parece animarse a dar el primer paso. Miro la calle hacia ambos lados y no veo ningún coche en el que una mujer como ella podría haber venido.

            —No tengo el dinero —digo.

            —No —dice ella—, no se preocupe, no vine por eso. Yo… ¿Está su madre?

            Escucho la puerta del cuarto cerrarse. Es un golpe fuerte, pero quizá difícil de escuchar desde la calle.

            Niego. Ella vuelve a mirar sus zapatos y espera.

            —¿Puedo pasar?

            Le indico una silla junto a la mesa. Sobre las baldosas de ladrillo, sus tacos hacen un ruido distinto al de nuestros tacos, y la veo moverse con cuidado: los espacios de esta casa son más acotados y la mujer no parece sentirse cómoda. Deja su bolso sobre las piernas cruzadas.

            —¿Quiere un té?

            Asiente.

            —Su madre… —dice.

            Le acerco una taza caliente y pienso «su madre está otra vez en mi casa», «su madre quiere saber cómo pago los tapizados de cuero de todos mis sillones».

            —Su madre se llevó mi azucarera —dice la mujer.

            Sonríe casi a modo de disculpas, revuelve el té, lo mira pero no lo toma.

            —Parece una tontería —dice—, pero, de todas las cosas de la casa, es lo único que tengo de mi madre y… —hace un sonido extraño, casi como un hipo, y los ojos se le llenan de lágrimas—, necesito esa azucarera. Tiene que devolvérmela.

            Nos quedamos un momento en silencio. Ella esquiva mi mirada. Yo miro un momento hacia el patio trasero y la veo, veo a mi madre, y enseguida distraigo a la mujer para que no mire también.

            —¿Quiere su azucarera? —pregunto.

            —¿Está acá? —dice la mujer e inmediatamente se levanta, mira la mesada de la cocina, el living, el cuarto un poco más allá.

            Pero no puedo evitar pensar en lo que acabo de ver: mi madre arrodillada en la tierra bajo la ropa colgada, metiendo la azucarera en un nuevo agujero del patio.

            —Si la quiere, encuéntrela usted misma —digo.

            La mujer se queda mirándome, le lleva unos cuantos segundos asumir lo que acabo de decir. Después deja la cartera en la mesa y se aleja despacio. Parece costarle avanzar entre el sillón y el televisor, entre las torres de cajas apilables que hay por todos lados, como si ningún sitio fuera adecuado para empezar a buscar. Así me doy cuenta de qué es lo que quiero. Quiero que revuelva. Quiero que mueva nuestras cosas, quiero que mire, aparte y desarme. Que saque todo afuera de las cajas, que pise, que cambie de lugar, que se tire al suelo y también que llore. Y quiero que entre mi madre. Porque si mi madre entra ahora mismo, si se recompone pronto de su nuevo entierro y regresa a la cocina, la aliviará ver cómo lo hace una mujer que no tiene sus años de experiencia, ni una casa donde hacer bien este tipo de cosas, como corresponde.

 

En Siete casas vacías (Páginas de espuma, 2015).