En tiempos de generación automática de textos y de circulación digital y abierta de contenidos, el plagio, la simulación y la atribución son temas cuya reflexión es cada vez más acuciante. Tomado de El pequeño Chartier ilustrado. Breve diccionario del libro, la lectura y la cultura escrita, novedad de la editorial Ampersand, compartimos el artículo “El plagio y la propiedad literaria”, de Roger Chartier (1945), historiador y ensayista vinculado a la Escuela de los Annales.
El plagio y la propiedad literaria
Por Roger Chartier
El plagio puede constituir un delito condenado por un juez. Semejante decisión supone la definición de la propiedad intelectual y también la idea de que una obra es una creación original, reconocible independientemente de su forma de publicación. El plagio es una violación del derecho de propiedad por la apropiación ilegítima de una obra, cualquiera que sea la forma de esta usurpación: una edición, una adaptación, inclusive en otro medio o soporte. Entonces, las dos condiciones necesarias para establecer el delito de plagio son el reconocimiento jurídico que el autor (o su editor) es propietario de su obra y la desmaterialización de la obra, siempre idéntica a sí misma cualquiera que sea su forma. Estas condiciones aparecen solamente en el siglo XVIII, cuando se inventa el concepto moderno de literatura y se construyen estas categorías que definen el copyright contemporáneo. Antes, la situación era diferente. En los siglos XVI y XVII, las historias le pertenecen a cada uno, de modo que la identidad de una obra no la protegía contra continuaciones escritas por otros autores. Casi todos los grandes textos del Siglo de Oro han tenido una continuación compuesta por un escritor que no era el autor de su primera parte. Es el caso del Lazarillo de Tormes (novela española anónima, 1552) del Guzmán de Alfarache (de Mateo Alemán, Madrid, 1599), de La Diana de Jorge de Montemayor (1559) y del propio Quijote. Los textos eran compuestos a partir de historias ya narradas, de lugares comunes, de fórmulas compartidas. No era un delito apoderarse de los personajes de una historia para escribir su continuación. Esto lo podía hacer también el propio autor de la obra original. Fue el caso de Mateo Alemán con el Guzmán de Alfarache, o el caso de Cervantes con la segunda parte del Quijote. Ambos incluyeron en su Segunda Parte referencias a las continuaciones, escritas por otros, que se publicaron antes de las suyas. Por ejemplo, la segunda parte del Quijote de Avellaneda se vuelve blanco de la ironía y de la sátira de Cervantes a partir del capítulo LIX de su propia Segunda Parte. Mateo Alemán (1547-1613) incorporó al autor de la segunda parte, que no era la suya, en su propia continuación, para transformarle en un personaje ridículo, que va a suicidarse al río. La burla, no la justicia, es la respuesta a las continuaciones que se apoderan de una historia o de los personajes inventados por un autor.
En un mundo en que no existe la idea de propiedad literaria, las historias pertenecen a todos y a cada uno y, por tanto, no se puede denunciar su apropiación como plagio o como un delito susceptible de un pleito. La única respuesta posible es la ironía que se burla de la mala calidad de las obras que se presentan como continuaciones, de su falta de invención, de su torpeza. Lo que se robaba no eran las obras para publicarlas sobre un nombre que no era el del autor, como en el caso del plagio. Era más bien al revés: se robaban un nombre famoso, prestigioso, para hacer circular con él obras que no fueron escritas por este autor. Es la queja permanente de Lope de Vega, que denuncia las comedias que circulaban con su nombre y que nunca escribió. Los editores ponían su nombre en las portadas de ediciones que contenían solo algunas obras de Lope, junto a textos de otros autores. Incluso, a veces, sin incluir ninguna obra de él. Utilizar el nombre de Lope, que era famoso, era un argumento de venta para estas ediciones de comedias que reunían doce comedias y que se llaman “Partes”. Para denunciar este uso ilegítimo de su nombre, Lope de Vega estableció en su libro El Peregrino en su patria la lista de sus obras (219 títulos en la edición de 1604, 333 en la edición de 1618), diciendo al lector: “si encuentras una obra con mi nombre que no esté en esta lista, entonces no es mía”. El robo del nombre y no del texto es como una forma de plagio al revés. Era una práctica posible cuando los nombres del autor y la identidad del escritor podían estar separados.
Encontramos un caso similar con Shakespeare, a raíz de una querella con otro poeta a causa de un libro de poemas llamado The Passionate Pilgrim (1599, y una nueva edición en 1612), que se presenta en su primera edición como escrito by W. Shakespeare. En este libro solo hay cinco poemas de Shakespeare, todos los demás son de otros autores. Uno de ellos, Thomas Heywood, se quejó y el librero-editor publicó una tercera edición de la antología sin el nombre de Shakespeare en la portada. La misma situación se repitió con la atribución a Shakespeare de piezas de teatro que nunca escribió. Una ruptura aconteció en el siglo XVIII, cuando el nombre del autor y la identidad del escritor se confunden y cuando la originalidad de la obra se mantiene cualquiera que sea su forma de publicación. La propiedad primordial del autor sobre su obra permite que este la pueda vender a un editor, pero siempre se conserva su propiedad. El editor es solamente un “representante”, un “mandatario” del autor y la adquisición de un ejemplar impreso de esta obra no permite su reproducción sin el consentimiento del escritor que la escribió. Nació así la definición moderna de la propiedad literaria (y de su envés, el plagio) vinculada con la nueva estética de la originalidad y la afirmación de la propiedad del escritor sobre los libros publicados con su nombre de autor.