Castellanos Moya: Literatura peligrosaNacido en Honduras en 1957, Horacio Castellanos Moya emigró a El Salvador cuando apenas tenía cuatro años. Durante su juventud sufrió el periodo militar, la Guerra Civil y una serie de acontecimientos que marcaron su vida y su manera de entender el oficio de escritor. A lo largo de toda su carrera, Castellanos Moya ha reflexionado sobre cómo la violencia condicionó su visión del mundo y de la literatura. En el texto que aquí recogemos, incluido en «La metamorfosis del sabueso» (Random House), el autor retrata el contexto periférico de la literatura centroamericana desde su experiencia como lector y estudiante, que tuvo a la obra de Haroldo Conti como un centro gravitatorio de esencial importancia. Acompaña este texto una reseña a propósito de la aparición en España, hace 15 años ya, de los Cuentos completos y de la reedición de la novela Sudeste, de Conti, por parte de la editorial Bartleby.

 

Publica Revista Lengua

 

Por  Horacio Castellanos Moya

 

Me pregunto hasta dónde la atmósfera cultural en la que un joven decide hacerse escritor influye para siempre en su visión del oficio y de la literatura. Me lo pregunto porque recordar aquel ambiente que vivimos en San Salvador quienes nos asumimos como escritores en los años 1975-1979 aún me resulta estimulante, aunque a muchos lectores seguramente les parecerá más ficción que realidad. Y me lo pregunto en especial en estos momentos en que la obra de Haroldo Conti, un escritor determinante para nosotros en aquella época, está siendo reeditada y revalorada tanto en España como en Latinoamérica.

 

San Salvador era entonces una ciudad ajena a los circuitos culturales de las grandes urbes latinoamericanas como Buenos Aires, Ciudad de México y La Habana. No había una sola revista cultural, ni un suplemento literario ni una editorial dedicada seriamente a la literatura. Más de cuarenta y cinco años consecutivos de gobiernos militares habían creado una atmósfera asfixiante en la que la disensión, la expresión de una sensibilidad social o la exigencia de justicia eran consideradas «subversión comunista».

No había estímulo alguno para asumir el oficio de la escritura literaria en tales circunstancias. Tratar de convertirse en escritor era un sinsentido, manifestación de una voluntad de rebeldía que conduciría a la acción política o una mala estrella a secas.

 

Cuando yo comencé a estudiar Letras en la Universidad de El Salvador en 1976, la facultad parecía más un campo de concentración que un campus universitario. Penetrar en sus instalaciones era un desafío: pelotones de guardias armados con escopetas y subametralladoras, apostados a la entrada del recinto, exigían la credencial estudiantil y cacheaban a cualquiera que quisiera ingresar. Esos mismos guardias –a quienes, por sus uniformes, llamábamos «los verdes»– recorrían los pasillos, escopeta en mano, y se detenían en el umbral de las aulas, a media clase, amenazantes. Alambradas dividían las distintas facultades y, si uno quería ir de una a otra, había que cruzar un puesto de chequeo.

 

Tal atmósfera llegaba al absurdo: los profesores no podían escribir la palabra marxismo en sus programas de estudio y apenas la pronunciaban con sigilo en clase. Así, en mi programa de Historia del Arte, el libro Estética y marxismo de Adolfo Sánchez Vásquez se titulaba nada más Estética

 

Pero el control militar de la sociedad solo cubría una olla de presión. En la misma universidad la conspiración bullía subterránea y varios profesores no se dejaban doblegar por el miedo. Uno de ellos fundó una pequeña librería a la que llamó «Neruda». No sé por qué recovecos del destino, o del mercado, pronto comenzó a importar libros argentinos: bellos tomos de Librería Fausto, Fabril Editora, Siglo Veinte y Sudamericana llenaban sus estanterías. Gracias a él nos iniciamos en la lectura de la mejor literatura contemporánea, ávidos como estábamos de contactar con el mundo desde aquel hoyo infame. Ahí compré Sudeste (1962), la primera novela de Conti, en la edición original de Fabril; y me parece que ahí también conseguí la primera edición de su segunda novela, Alrededor de la jaula (1966), publicada por la Universidad Veracruzana. La librería Neruda no iba durar mucho: los militares la dinamitaron en 1979, si mal no recuerdo. A su dueño –aquel silencioso y tranquilo profesor de Letras, pálido y de ojos rasgados– un comando del ejército lo asesinó el último día de octubre de 1984, cuando salía de su casa para llevar a su pequeña hija a la escuela. Su nombre era Reynaldo Echeverría.

 

Estoy seguro de que la edición de Casa de las Américas de Mascaró, el cazador americano (1975) que llegó a manos de nuestro grupo de jóvenes poetas, allá por 1977, no la importó la librería Neruda, ya que no había forma de hacer negocios entre San Salvador y La Habana. Seguramente alguien la metió subrepticiamente desde Costa Rica. ¿Por qué nos conmovió tanto leer esa novela de Conti (entonces ya un escritor «desaparecido» por los militares argentinos)? ¿De qué manera esa historia de un pobre circo ambulante transformó nuestras vidas? Resulta que entonces nosotros editábamos una efímera y artesanal revista literaria y acabábamos de leer Mascaró cuando, como en un acto de prestidigitación, un joven filósofo –convertido en organizador de redes clandestinas entre los sindicatos– llegó a ofrecernos un artículo precisamente sobre los artistas circenses. Y así como el circo del Príncipe Patagón liberaba la energía creativa de los espectadores en los perdidos pueblos de la pampa para que luego Mascaró organizara su reclutamiento, el libro de Conti había liberado nuestras energías al mostrarnos que todo gran arte es en esencia subversivo, para que entendiéramos que la vida no estaba en otra parte sino ante nuestras narices, donde la guerra se fraguaba a plomo y sangre. La identificación fue tal que un poeta de nuestro grupo, Miguel Huezo Mixco, se fue a la guerra los siguientes diez años bajo el seudónimo de «Haroldo», en homenaje a Conti, claro está, aunque también acicateado por el ejemplo de otros poetas combatientes como Ungaretti, Cendrars y Char.

 

Por supuesto que la obra de Conti es mucho más que un llamado a la dignidad y a la valentía. Yo, por ejemplo, desde entonces me he quedado buscando uno de sus textos –incluido en una antología del cuento ocultista, publicada en Buenos Aires– en el que narra las vicisitudes de un hombre atormentado por sus demonios que va en busca de un maestro a la montaña. Mi madre quemó esa antología en 1980, junto a la mayoría de mis libros que dejé en su casa, ante un inminente cateo del ejército. No recuerdo la editorial ni el título. Desde entonces, lo he buscado en antologías e índices bibliográficos, pero el cuento permanece tan oculto como los restos de su autor.

 

*****************************

 

La obra de Haroldo Conti (1925-¿1976?) -pese a su prematura muerte a manos de la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1982)- constituye un sólido legado literario que la siempre oscilante tradición rioplantense recupera y acomoda según las afinidades del momento. Con Mascaró y Sudeste alcanzó un cierto renombre internacional, principal responsable de que importantes figuras intelectuales de la época interpelaran a sus captores (se cuenta que estuvo secuestrado durante varios meses antes de ser asesinado) para lograr su liberación. De ahí que el prólogo que acompaña los Cuentos Completos publicados por Bartleby Editores en 2008 sea la famosa denuncia firmada por Gabriel García Márquez aparecida originalmente en el periódico El País, en 1981. Ese texto informaba sobre la confesión del crimen y daba cuenta de una preocupación colectiva por esclarecer las circunstancias de su muerte.

 

************************************

 

Haroldo Conti, escritor de agua dulce

 

Por Ernesto Bottini

 

Las piezas breves de Haroldo Conti reunidas en Cuentos completos fueron publicadas durante algo menos de veinte años en libros o revistas, y representan toda la producción cuentística del autor, más conocido por sus novelas: Sudeste (1962), Alrededor de la jaula (1966), En vida (1971) y Mascaró (1975). Algunas de estas piezas se adentran en cierto realismo social o naturalismo militante, aunque no de forma ortodoxa, respondiendo al compromiso político del autor con la representación de una problemática social específica de la Argentina y con la tradición literaria en la que se inscribe, aquella que tiene a Roberto Arlt como uno de sus exponentes más significativos. Allí donde Arlt construía un espacio de actuación del individuo en la ciudad, un marco de referencia urbano donde desplegaba conflictos de inmigrantes, solitarios y marginales, la ficción de Conti se desarrolla en un espacio semi-urbano, provincial y periférico, y muy en particular un espacio definido por su contacto con el río, una zona fronteriza donde tierra y agua confunden sus efluvios conformando el perímetro de un “lugar” (“Sudeste es como la respiración del río”, llegó a decir un crítico). Hay en esta reunión excepciones, aunque cuando un relato tiene lugar en la ciudad su ubicación más precisa es el extrarradio, el descampado o la villa miseria; el paisaje interior y exterior de los personajes se dibuja en los márgenes de exclusión del centro de poder.

 

 El río es auténtico personaje de muchas de estas historias, una presencia que contiene y a la vez mira pasar la vida de las criaturas que lo habitan. Es una matriz a cuyas orillas van a parar los hombres como el producto de la resaca, como “esas estacas peladas que escupe el río”. Haroldo Conti es el gran escritor argentino de agua dulce, una rara mezcla entre el ingenio y la sensibilidad de Mark Twain y la precisión y destreza de Horacio Quiroga, el otro de sus precursores. La provincia de Buenos Aires se abre en sus páginas en infinitud de meandros y deltas, en multitud de chozas ribereñas: “Un banderín de los Granjeros Unidos de Rivera colgaba de la punta del estante y en la pared opuesta a la puerta había un mapa de la República Argentina con la Red Caminera Principal. El mapa estaba lleno de cruces rojas o azules trazadas con tinta la cual, no sé muy bien por qué, me llenó de un humor vagabundo. Tales mapas debieran prohibirse porque le recuerdan a uno que vive en un miserable agujero. El miserable agujero es esta puta Babilonia que para completo escarnio se llama de los Buenos Aires”. La provincia es la antesala de la ciudad para los que se dirigen hacia ella y la primera escala de la exclusión para quienes son repelidos, pero también es el umbral entre la metrópoli “civilizada” y el páramo de la “barbarie”. Esta relación dialéctica entre el campo agreste y la ciudad, entre civilización y barbarie, es una constante en la literatura argentina. En su puesta en escena y discusión han participado desde Esteban Echevarría, Sarmiento y Mansilla hasta Borges, Filloy y más allá.

 

 Pero el volumen, visto en su totalidad, es un edificio construido con piezas dispares, partes de un retablo que imposibilitan un acercamiento demasiado generalizador o el intento de aplicar una taxonomía rígida a las líneas estilísticas y formales que lo componen. El volumen es el testimonio de un trayecto estilístico, técnico y temático incluso. Hay una buena muestra de esa ficción ribereña antes mencionada y que caracteriza el grueso de su obra narrativa, pero también hay relatos de duro realismo social (¿realismo sucio?), aquello que seguramente movió a los poco imaginativos sicarios militares para sentenciar su fantasmática condena.

 

 “Marcado”, “Como un león”, “Cinegética” o “Con Gringo” son un puñado de ejemplos del esfuerzo de Haroldo Conti por conjugar la construcción de objetos estéticos e intelectuales de sólida factura técnica con la representación de dramas humanos de profundo recorrido psicológico y palpitante actualidad política. En “Como un león” asistimos al relato de un joven inmerso en la descarnada vida de la villa miseria, en sus apreturas, mezquindades y pequeños heroísmos de dignidad. Allí se respira la densa atmósfera de los condicionamientos sociales, donde el hecho de asistir a diario a la escuela se convierte en una odisea de dimensiones sobrehumanas, donde todo representa a la vez un obstáculo y una posibilidad: la memoria de los muertos, el sacrificio y las traiciones de los vivos. En estas circunstancias, el agente del orden es “el botón”, el policía, el alcahuete, una presencia amenazante. En “Cinegética” esa figura adquirirá una dimensión absoluta, mostrando el rostro más terrible de la locura mesiánico-castrense que marcó la segunda mitad del siglo XX, rostro de la infamia y parte sustancial de la maquinaria de terrorismo de Estado. Estas intervenciones semánticas del autor, dando voz a personajes que encarnan la mayor injusticia que una sociedad pueda imprimir sobre sus miembros, sumadas a las manifestaciones públicas y a la cercanía de Conti con la revolución cubana, lo convirtieron en un blanco perfecto para los acólitos de la desaparición.

 

El verismo que articula más de un cuento de este volumen se conjuga con textos de sugerente misterio e intriga, cortes en apariencia anodinos o menores, momentos de vidas cargados de una poderosa capacidad de evocación. Es seguramente en estos casos, como en el cuento titulado “Perdido”, o incluso en “Marcado” y “Bibliográfica”, donde la narrativa breve de Conti alcanza su mayor contundencia y efectividad. Es cuando desancla su escritura de la representación o duplicación de lo visible político cuando logra cotas de maestría, labrados objetos narrativos capaces de llevar al lector al descubrimiento de zonas de la experiencia que no se activan a través del verismo y la frontalidad, esa pretensión de abarcar con el texto la totalidad a la que se alude, y que acaba por envejecer llevándose toda su materia viva. Fue a través de esta faceta que su narrativa pudo abrirse un lugar en el conjunto de aquellos que han logrado trascender el enfoque realista que le exigían sus militancias políticas, modulando una voz narrativa de solvente autonomía y supervivencia: Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini y Daniel Moyano son epígonos atendibles de esa búsqueda compositiva. Operación Masacre, El muchacho peronista y El trino del Diablo componen un mismo universo con algunos de estos cuentos y con más de una de sus novelas. Ese universo tiene como hilo conductor, en gran medida, un contencioso histórico con el “realismo mágico” latinoamericano, sobre el que Conti tuvo su particular opinión: “Otro que no fuera yo le dedicaría a esa escalera lo menos una página pero, aparte de que la estoy subiendo a la carrera, detesto ese cúmulo de vaguedades a propósito de cualquier cosa, un jarrón, una puerta o una roñosa escalera. Creo que a eso le llaman realismo o, en todo caso, si lo cargan demasiado de tales vaguedades, realismo mágico”.

 

Puede entenderse entonces esta reunión necesariamente heterogénea de toda la obra cuentística de Haroldo Conti como una oportunidad perfecta para adentrarse en la tonalidad, las preocupaciones y hallazgos de su escritura. Las páginas de estos Cuentos completos están repletas de secuencias con tintes cinematográficos: “Cuando pasan frente a la iglesia, el sol, que cae a plomo, los borra de un golpe. Sólo queda en el aire la cabeza del capitán, blanca de polvo, con un par de huecos que le hunden la cara. Después viene la cabeza del hombre que se bambolea de un lado a otro...” (“Con Gringo”); fotografías: “Vio al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire” (“Perdido”); y retratos de marcada textura plástica: “Detrás de él la casa se empina contra el cielo, un poco ladeada hacia el molino. Las sombras se le marcan negras e intensas, a contragolpe de la luz, de manera que parece más hueca y vacía y, por supuesto, más grande” (“Otra gente”).

 

Conti trabaja con materiales en bruto aplicando herramientas y recursos técnicos de retórica despojada, sin complacencias estilísticas, dejando muchas veces al descubierto el propio lenguaje de los sujetos sociales, sin construirles un discurso mítico o alegórico pero logrando una esclarecedora voz de carrasposo lirismo.

 

*********************

 

Fichas:

 

Cuentos Completos

Haroldo Conti

Bartleby Editores

Madrid, 2008

323 páginas

 

Sudeste

Haroldo Conti

Bartleby Editores

Madrid, 2009

Prólogo de Ana Basualdo

242 páginas