Los anillos de SaturnoLos anillos de Saturno (Die Ringe des Saturn, 1995), quinta obra publicada por el escritor y profesor W. G. Sebald, es el instrumento perfecto para pensar algunas de las propuestas de renovación más importantes que tuvo la novela a finales del siglo XX. Mientras críticos y académicos discutían en simposios y tribunas abiertas en suplementos culturales sobre la muerte de la novela, el profesor Sebald, destinado desde hacía tiempo en East Anglia, preparaba este complejo artefacto para intervenir en un debate cuyos presupuestos pretendía impugnar. Ficción, efecto de realidad, subgéneros, historia cultural y una riquísima imaginación sostenida por una prosa de relojero, dieron con la que sin dudas es una supernova en el disputado cosmos de la novela contemporánea.

 

Construcciones humanas y percepciones cambiantes en Los anillos de Saturno de W. G. Sebald

 

Por Krsitina S. Ten

 

Los libros de texto de Ciencias del instituto se apresuran a señalar que virtualmente todo lo que existe hoy en día fue en algún momento formado por el calor intenso, la presión y la combustión de estrellas del pasado. Todos los elementos más pesados que el hidrógeno y el helio se forman en las estrellas y durante las explosiones de las supernovas se dispersan a través del espacio. Los elementos más pesados forman nuevos planetas que rodean a las estrellas ya formadas. Si la nueva vida fuese a formarse en estos planetas, lo haría utilizando materiales ya existentes como el hierro, el calcio y el carbono: los mismos elementos que se encuentran en nuestra sangre, huesos y ADN. Los profesores de Ciencias acabarían esta lección contando a los estudiantes que «todos estamos hechos de polvo de estrellas», y la clase abandonaría el laboratorio entre un alegre coro de Ooohs y Aaahs.

Muchos científicos estarían de acuerdo en que esta afirmación como algo concluyente está muy simplificada y no es más que un truco para implicar a los alumnos en sus laboratorios de Biología. Sin embargo, esta mezcla de ciencia y fantasía puede verse en todas partes: en las conversaciones cotidianas y en la literatura de best seller; hecho y ficción se mezclan alternativamente y vuelven cada uno de ellos a sus respectivos ámbitos, tejiéndose el uno con el otro para crear algo lo más cercano posible a lo que nosotros entendemos por «condición humana» y el mundo que nos rodea. Después de todo, la evidencia empírica no es el único tipo de verdad; la historia individual y cultural no puede ser aprehendida únicamente por medio de la observación, y las representaciones emocionales no pueden ser verificadas por medio de pruebas de ensayo y error. Como Los anillos de Saturno, la historia del mundo viaja en amplios y repetitivos círculos y está hecha de infinitas historias personales, la mayoría de las cuales se pierden y casi nunca se recuperan. Para este fin, el pasado es simultáneamente registrable y a su vez imposible de rastrear, el futuro es también predecible e imposible de adivinar.

Una vez que nos damos cuenta de nuestra propia insignificancia, del pequeño fragmento que representamos de estos anillos, podemos empezar a comprender la inmensidad del mundo –todo lo que es, ha sido y será– y también la inconmensurable e ineludible multiplicidad de nuestra ignorancia. En este punto nos encontramos con la inmensidad de todo aquello que está por conocer sobre el mundo, o incluso el más pequeño fragmento sobre nosotros mismos. La enorme verdad de la condición humana es que, en último término, morimos. ¿Pero acaso alguno de nosotros muere verdaderamente –en el sentido de extinguirnos por completo más allá de lo meramente físico– cuando hay tanto de cada uno de nosotros por descubrir? Así como una piedra enterrada en lo más hondo puede ser desenterrada y mostrar su parte hasta el momento cubierta, revelando un ángulo que nunca antes se había visto, del mismo modo pueden resucitar las historias del pasado y, de esta forma, recuperarse vidas y relatos. De este modo, la investigación, el conocimiento y la literatura sirven al mismo propósito que las fotografías: inmortalizar un simple momento, una simple historia que de otro modo habría sido olvidada.

En Los anillos de Saturno, tanto el autor como el narrador parecen preocupados, si no obsesionados, con la naturaleza temporal del ser humano. Tanto el estilo como el contenido de Sebald abordan el tema de la muerte y la decadencia. Su prosa se lee como si estuviese pensando, sucumbiendo a una transición no lineal desde el presente al pasado reciente e incluso ancestral. Mientras el narrador viaja a través de la campiña inglesa, cada nueva ciudad hace surgir una memoria personal o una historia aparentemente distante (pero conectada), dando como resultado una intrincada red de historias que se cruzan. Sebald escribe como si cada recuerdo, cada pensamiento, estuvieran huyendo y debieran registrarse con urgencia para evitar que escapen con cada tic del reloj más cercano. La inclusión de fotografías y otros recursos visuales en cada capítulo se suma a esta sensación de urgencia, brindando una instantánea que podemos considerar una evidencia más directa que una mera representación de un objeto, persona o acontecimiento. Pero así como la prosa de Sebald es fragmentada y tendente a la digresión, también avanza y nos propone una fluida continuidad que aparece en forma de círculos cerrados como imágenes y conceptos que se repiten a lo largo de la novela.

Las frases e imágenes de Sebald conectan de un capítulo al siguiente, creando un modelo que se repite en varias fotografías: de la reja en la ventana al laberinto; del quincunx a la grilla. Hacia la mitad de la novela, el lector tiene la impresión de que todo lo que escribe Sebald es una reminiscencia de algo que él ya ha escrito o algo a lo que ya ha aludido o considerado brevemente. Este sentimiento de «me suena» juega un papel importante en la creación de la historia en constante conexión. Sebald construye con muchas pequeñas historias toda una galaxia de estrellas.

Imágenes y temas recurrentes limitan la extensión de la novela, creando paralelismos entre el hombre y la naturaleza, el producto del hombre y la naturaleza, y la fantasía frente a la realidad. Por ejemplo, el fenómeno del brillar del arenque muerto puede compararse con el de Le Strange tras su muerte. Así describe Sebald el fenómeno: «Cuando la vida abandona al arenque, éste muda sus colores… su cuerpo muerto comienza a fulgurar». Le Strange, uno de los personajes a los que Sebald dedica un análisis, tiene un efecto post mortem curiosamente similar: «La piel clara del Mayor, en el momento de su muerte, se volvió verde aceituna, sus ojos de un tono gris oca profundamente oscuros y su pelo, de una blancura nívea, negro como un cuervo». Un poco más adelante, Sebald compara los árboles muertos alineados en las playas inglesas con los «huesos de una especie extinta», llevando al lector a la muerte masiva del arenque de unas páginas antes.

Después de hablar sobre el fenómeno del arenque, Sebald explica que su muerte es «vista a menudo como un ejemplo supremo de la lucha del hombre contra el poder de la naturaleza», y sigue diciendo que «los biólogos se tranquilizaban pensando que el ser humano es responsable de una mera fracción de la aniquilación que se perpetúa en el ciclo vital». Esto nos sugiere el tema del tiempo y la decadencia, y si el tiempo en sí mismo erosiona poco a poco todas las cosas hasta hacerlas desaparecer o si la humanidad juega el mismo papel en este proceso. Por ejemplo ¿fue el tiempo el culpable del fin del floreciente imperio Taiping o fue la orden de exterminio del emperador (con la aceptación cómplice de sus soldados y súbditos)?

El narrador de Sebald parece temeroso del tiempo y sus ataduras al estado humano terminal. Dibuja paralelos personales con Thomas Browne, conocido por su fascinación por el tiempo y sus conexiones con la condición humana. De hecho, la investigación del narrador sobre la vida del escritor barroco del siglo XVII revela sus propios intentos de negar el tiempo. En cambio, él parece preferir el estudio de individuos que eligen vivir sus vidas fuera de los condicionamientos temporales. Por tanto, si la galaxia dentro de Los anillos de Saturno está hecha de estrellas, Sebald apunta su telescopio a algunas de las menos brillantes, menos conocidas de todo el cielo nocturno.

A lo largo del estudio de la personalidad de individuos como Michael Parkinson, Thomas Browne y Le Strange, se hace patente que muchos de los personajes de Sebald han creado ricos universos alternativos en sus propias mentes. Externamente, parecen excéntricos y aislados, quizá incluso grotescos, pero el narrador se refiere a ellos con una curiosidad empática, más cercana a ellos que desdeñoso de sus rarezas. Incluso parece mostrar reverencia a los pescadores nómadas que viajan por las playas inglesas haciendo un retrato esperanzado de ellos como si viviesen «a la espera del milagro que todos han anhelado desde siempre y que justifique a la postre todas sus privaciones y extravíos». No describe a estos nómadas como si fuesen unos tontos naifs, sino más bien como un grupo de personas que viven en una especie de vacío aislado de su entorno poco fiable y en constante transformación. Si bien sus vidas no tienen un propósito inmediato, han encontrado una especie de esperanza que es excepcional entre el resto de la población humana, ciertamente melancólica.

En la astrología, Saturno es habitualmente asociado con el frío y plano estado de melancolía. A lo largo de la novela, el narrador examina su propia vida a través de las historias y melancolías de los otros. Si bien los nómadas carecen de hogar y de trabajo e ingresos estables, estas medidas socialmente construidas del éxito no los incluyen entre los personajes melancólicos del texto. De hecho, quizá es justamente su libertad del producto humano aquello que les permite crear una realidad alternativa más completa. Si las casas y los edificios son las jaulas en las que vivimos, cuando desaparecen o se destruyen (como en la decadencia de varios pueblos descritos en Los anillos de Saturno) nos volvemos demasiado dóciles o por el contrario, nos alteramos demasiado con las expectativas de vivir fuera de los constructos sociales.

Sebald hace comparaciones entre lo natural y lo hecho por el hombre a lo largo de la novela. Habitualmente, haciendo surgir partes de Inglaterra o aspectos de la vida que funden ambos hasta el punto de que prácticamente uno se solapa con el otro. Por ejemplo, mientras visita Somerleyton, el narrador dice que «su fama singular parecía consistir en que el tránsito del interior al mundo del exterior se efectuaba casi de un modo imperceptible. Los visitantes no eran capaces de decir dónde terminaba lo impuesto por la naturaleza y dónde comenzaba lo artesano». Si bien Sebald no hace juicios de valor entre estos dos ámbitos en un principio, luego menciona que «se evocaba la ilusión de una armonía perfecta entre crecimiento natural y manufactura», donde el término «ilusión» implica que, por supuesto, la completa armonía entre ambos es imposible de alcanzar.

Hacia el final de la novela, así y todo, el poder de las construcciones hechas por el hombre parecen cobrar sentido, ya que el narrador relaciona varios edificios y máquinas que conoce por haber visto  o haber estudiado. En su análisis de Algernon Swinburne, el narrador comenta que Swinburne alegó que «nunca antes ni desde entonces, se había creado en el mundo algo más hermoso que la montaña artificial».

Sebald indaga con mayor profundidad en la noción de que la naturaleza ciertamente sobrevivirá a las máquinas y que las civilizaciones que las crearon, sin importar cuán indestructibles estos objetos hechos por el hombre hayan sido diseñados para ser: «Las máquinas que hemos inventado tienen, al igual que nuestro cuerpo y nuestra nostalgia, un corazón que se consume con lentitud. Toda la civilización de la humanidad, desde sus comienzos, no ha sido más que una extraña luminiscencia que con el paso de las horas se torna más intensa, y de la que nadie sabe hasta qué punto va a brillar y cuándo se va a extinguir». Las palabras del autor a lo largo de la novela están cuidadosamente seleccionadas, y aquí «luminiscencia» y «brillo» arrastran la imaginación del lector hacia la imagen grotesca de la muerte de Le Strange y de los arenques moribundos, prueba de que las civilizaciones pueden desaparecer y, de hecho, lo hacen (sin una razón explícita, advertencia o causa). Somerleyton, casualmente, está bastante deteriorada con respecto a su esplendor original, habiendo caído en la explotación comercial en el momento en el que el narrador visita la mansión.

Sebald también analiza la «máquina» en un sentido propiamente humano. La insensible fuerza que nos moviliza en oposición a las creaciones externas que hemos construido. En el principio de la novela analiza las enseñanzas de Descartes sobre la máquina interna: «Descartes explica que se ha de prescindir de la carne incomprensible y dedicarse a la máquina que ya está embozada en nuestro interior, a lo que puede entenderse en su totalidad, a aquello que puede aprovecharse íntegramente para el trabajo y, en caso de defecto, puede repararse o desecharse». Esto nos trae a la mente, teniendo en cuenta el origen alemán del narrador, el cartel que colgaba a la entrada de Auschwitz y a la mentalidad detrás del concepto Arbeit Macht Frei, «el trabajo os hará libres». Por supuesto, las diferencias entre la filosofía cartesiana y el eslogan detrás del régimen nazi son enormes –de alguna manera «incomparables»– y se basan en la forma en que cada una de ellas se llevó a la práctica.

A lo largo de su viaje por la costa inglesa, el narrador nunca menciona de forma directa el Holocausto ni tampoco achaca el estado de la campiña a los efectos de la guerra en las décadas posteriores a la Liberación. Sin embargo, se hace difícil ignorar sus alusiones a los laboriosos gusanos de seda cuando uno considera cuán vital es la imagen de la seda a lo largo de la novela. Sirve como otra representación del intrincado tejido de una idea, persona o historia con cualquier otra. Después de mencionar por primera vez los gusanos de seda, en las siguientes cien páginas aparecen repetidamente imágenes de la seda en vestidos, prendas y lazos, así como en la descripción de los telares. Cuanto más regresa Sebald a un tema o imagen en particular, más relevancia debe darle el lector al asunto que se está tratando. Otro de los análisis de personajes que hace el narrador muestra la obsesión de la emperatriz china con la cría de gusanos de seda durante su reinado: «Contemplaba estos seres pálidos, casi transparentes, que abandonarían pronto su vida por las hebras finas que hilan, como si fueran sus verdaderos fieles. Se le antojaban como el pueblo ideal, presto a servir, dispuesto a morir, reproducible a voluntad en un breve espacio de tiempo, orientado únicamente a la sola finalidad a la que se le ha predispuesto, el polo opuesto de los seres humanos, que por principio no son fiables en absoluto».

Sería fácil vincular las «criaturas pálidas» a los prisioneros (también considerados subhumanos, no más que «criaturas») en los campos de concentración judíos durante el Holocausto, si no fuera por la posterior conexión que establece Sebald entre los gusanos de seda y una cierta esperanza. Al describir a Swinburne, el narrador comparte la opinión de un visitante de que el extraño personaje le recordaba a «un gusano de seda gris ceniciento, bien a causa de la forma en que, trocito a trocito, comía con gusto la comida que se le había servido, bien porque de la somnolencia que le sobrevenía al concluir el almuerzo se despertaba de súbito a una vida nueva, cargada de energía eléctrica, con manos temblorosas, como una polilla ahuyentada». La posibilidad de una nueva vida, ya sea para el desconsolado Swinburne o para el sobreexplotado y simple gusano de seda, sostiene la fuerza de la narración en recuperar una historia olvidada que, de otro modo, se hubiera perdido. Mientras exista una faceta de la propia vida que aún permanezca oculta, habrá un aspecto de la historia por descubrir.

Los individuos y las civilizaciones moribundas sobreviven no sólo a través de las memorias que dejan en los que aún viven, sino también a través de las memorias que aún están por aflorar, los misterios aún sin resolver, las historias que esperan ser descubiertas. Esto último puede ser la opción que prevalezca, ya que los recuerdos deben sostenerse sobre una cadena de comunicación oral o registro escrito, y pueden habitualmente desvanecerse con que un solo eslabón se rompa. Los misterios sin resolver, de todas formas, sólo requieren de un participante motivado y tenaz, muy del estilo del narrador de Los anillos de Saturno. Los primeros requieren constancia, mientras que los segundos requieren una búsqueda y un cierto sentido de urgencia.

Si bien nunca se mencionan directamente, la nacionalidad y el pasado del narrador (tanto personal como nacional) parecen teñir cada percepción durante su viaje. «Ya me ha llamado la atención varias veces que la gente del campo se sobresalta ante la presencia de un extranjero», señala, «y aun cuando se domine bien su lengua, en la mayoría de los casos solo entienden con dificultad y otras absolutamente nada». La gente se comprende a sí misma y el mundo que le rodea solo a través de las lentes de aquello que han experimentado y que ya conocen. Cuando uno es consciente de la inmensidad de la historia del mundo y, por tanto, de la inmensidad de la ignorancia de cada individuo, las propias percepciones sobre el mundo están destinadas a cambiar. Un acontecimiento tan profundamente transformador como el Holocausto altera todas las percepciones, y cada aspecto de nuestro conocimiento, en cualquier caso siempre limitado, es desestabilizado por estos inconcebibles crímenes contra la humanidad. Todos nos hacemos una idea sobre aquello que es diametralmente opuesto: el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la felicidad y la tristeza, la guerra y la paz, la cordura y la locura. Cuando un acontecimiento tan devastador e impensable ocurre, los parámetros de comprensión del hombre se desplazan de tal forma que muchos de ellos no vuelven a recuperarse.

Mientras el narrador viaja contemplando la campiña con los ojos de un extranjero y a su vez con unos ojos que han visto la guerra, surgen unos condicionamientos inevitables. Echando la vista atrás a una de las ciudades por las que pasó, dice que «cuando ahora traigo a la memoria aquel lugar de almacenamiento, no veo ningún ser humano, solo ladrillos, millones de ellos, un orden de ladrillos en cierto modo perfecto». Los lectores podrían deducir que el narrador está aludiendo al muro de Berlín; sea esta o no la intención del autor, el condicionamiento del narrador es claro. Tiende a pensar en términos de edificios más que de personas, de ladrillos en vez de relaciones personales, y cuando ve la degradación de las ciudades, habla en términos de deterioro más que de las vidas arruinadas de la gente que un día vivió allí. Cuando se reconoce a sí mismo en el otro, se pregunta como en un sueño: «¿En qué espacio de tiempo transcurren las afinidades electivas y las correspondencias? ¿Cómo es que uno se ve a sí mismo en otra persona y cuando no es a sí mismo ve entonces a su predecesor?».

Poniéndose en relación a la vez que apartándose de los estudios de personajes que lleva a cabo y las historias del pasado que analiza, el narrador (y quizá podamos asumir que también el propio Sebald) escribe una autobiografía sin una sola mención directa al «yo». Como alemán en Inglaterra, puede observar el paisaje como un extranjero, y todo lo que le rodea despierta su imaginación. Al conectar el pasado familiar con el presente extranjero, todo se vuelve simbólico, y este simbolismo meditado y el uso de metáforas pueden detectarse en toda la prosa de Sebald. Por ejemplo, cuando el narrador pasea a través del barrio periférico de La Haya, se muestra más atraído por las peculiaridades del barrio que por los museos y otras localizaciones turísticas. Sin embargo, la gran sorpresa llega cuando el narrador entra en un Mc Donalds y pide unas papas fritas. Estando en un lugar extraño lleno de estímulos para novelar, decide pasar el tiempo en uno de los lugares más comunes y fácilmente reconocibles del mundo. Pero al mismo tiempo, se siente más extranjero aquí que en ningún otro lugar del recorrido por Inglaterra: «tenía la sensación de ser un criminal buscado en todos los países desde hacía mucho tiempo».

No mucho después, el narrador se encuentra a sí mismo frente al «panorama» de Waterloo, donde una vez más considera el lujo que significa para la gente de hoy en día poder contemplar la historia de forma panorámica: «Así que esto, se piensa caminando lentamente en círculo, es el arte de la representación de la historia. Se basa en una falsificación de la perspectiva». A continuación, aclara que quizá no sea un lujo después de todo, sino una amenaza al sentido: «Nosotros, los supervivientes, lo vemos todo desde arriba, vemos todo al mismo tiempo y sin embargo no sabemos cómo fue». La visión panorámica –o la visión de un pájaro o incluso la visión de Dios– permite a la gente de hoy en día convertirse en dioses del pasado y contemplar los logros y las atrocidades del pasado y juzgar a los héroes o a los villanos del pasado. Pero al mismo tiempo, ya que el concepto del presente, pasado y futuro está en constante transformación, y el pasado y el presente en sí mismos en constante huida, nuestra capacidad individual de ser como dioses es igualmente voluble. Sebald escribe que «sin embargo no sabemos cómo fue [la escena representada en el panorama]» y eso nos recuerda la extinción del arenque. Los historiadores eran capaces de mirar hacia los acontecimientos que llevaron a las muertes masivas y asumir que los peces no podían sentir dolor. «Pero la verdad”, dice Sebald, «es que no sabemos lo que siente el arenque».

«¿Nos encontramos sobre una montaña de muertos? ¿Acaso nuestro observatorio, en definitiva, no es más que esto?» se pregunta Sebald, rememorando, con la fluidez e interconectividad típica de su estilo, la imagen de la montaña artificial que tanto adoraba Swinburne. Si el viejo proverbio de que la historia se repite, entonces los humanos deberíamos ser capaces de evitar las grandes atrocidades y de igual forma deberíamos ser capaces de repetir los éxitos a una escala cada vez mayor con cada año que pasa. Sin embargo, esta visión panorámica sobre el pasado llega «un poco demasiado tarde». Sebald parece sugerir que existe un determinado segmento de la población que es capaz de apreciar el presente tal como es (como en el caso de Roger Casement), capaz de ver el mundo a través de un lente distinto. Ya que los individuos solo pueden juzgar lo que está bien y lo que está mal a través de la óptica de sus propias experiencias, algunos de ellos son capaces de reconocer a los villanos de entre nosotros, mientras están entre nosotros, y no tiempo después de haber desparecido. Los marginados han experimentado las atrocidades en primera persona y a menudo pueden identificarlas en el momento en que ocurren.

Roger Casement, por ejemplo, fue doblemente marginado en su época: primero como irlandés al servicio de los ingleses, y después como homosexual no reconocido. Precisamente a través de sus encuentros sexuales con los congoleños es que fue capaz de reconocer las similitudes y, en último término, su «humanidad». Porque él podía reconocerse a sí mismo en algún rasgo del «otro», Casement estaba en situación de denunciar los crímenes cometidos en el Congo, aunque fuera rápidamente silenciado. Aquellos que son marginados y toman partido en los problemas del presente, crean de forma inmediata para ellos mismos un segundo o tercer nivel de marginalización: ahora no son solamente «excluidos», sino que viven fuera del sistema y lo denuncian. Tanto el gobierno como la opinión pública tienden a no favorecer a estos individuos, y estos son a menudo tachados de locos y llevados a una muerte social y/o literal (a veces a través de la pérdida de su reputación y más frecuentemente con la pérdida de la propia vida). El círculo continúa: estos hombres son tachados de villanos mientras hombres en mejores circunstancias (a menudo simplemente por condiciones de nacimiento) son llamados héroes. Después de todo, Hitler fue una vez considerado un villano por derecho propio, pero solo en retrospectiva es considerado sin matices como uno de los más grandes criminales contra la humanidad.

A lo largo de Los anillos de Saturno, el narrador analiza los casos de personas que han sido juzgadas en el pasado (bien por el gobierno o por la sociedad) y a través de la operación de volver a contar sus historias, pretende darles un juicio nuevo y justo. Por supuesto, ni el narrador ni Sebald pueden alegar ser imparciales, ya que ambos están influenciados por sus experiencias y variados conocimientos del pasado. Sin embargo, recomponiendo los fragmentos perdidos del pasado y presentando estas historias individuales dentro de una novela, Sebald y su narrador parecen alcanzar un cierto nivel de responsabilidad por sus propios pasados; esto es, sus experiencias del pasado y la infinidad de caminos que no pudieron tomar por encontrarse en otro lugar; Sebald permite a los lectores aprender lo que puedan de este pasado en forma de puzzle y aplicarlo a sus percepciones actuales del mundo en transformación.

«La combustión es el principio inherente a cada uno de los objetos que producimos», escribe Sebald al explicar tanto la importancia como el peligro de la dependencia de las civilizaciones sofisticadas de las máquinas y los objetos fabricados por el hombre. La combustión, como contará cualquier libro de texto de Ciencias del instituto, es lo que provoca que las estrellas estallen y que los elementos se dispersen para crear nuevos planetas y, en estos planetas, nuevas formas de vida. La combustión, como cualquier estudiante de instituto que haya prestado atención en la última clase diría, es lo que hace que estemos hechos de polvo de estrellas. ¿Pero de qué más estamos hechos?

Sebald podría argumentar que estamos hechos de lo que hemos hecho, lo que hemos visto, a quien hemos conocido y lo que sabemos. Nuestras acciones y percepciones están formadas por nuestras experiencias pasadas y, ya que el pasado se desvanece con cada momento transcurrido, nuestras percepciones son por lo general difíciles de comprender, y mucho más aún de comunicar a los demás. Pero Sebald nos muestra un camino posible: docenas de pequeños fragmentos de historias que, cuando son vistos desde la distancia, se unen para formar un anillo homogéneo y continuo de historias no convencionales que no podríamos encontrar en ningún libro de texto de instituto. Estas historias pueden ser consideradas como un triunfo o como una advertencia, ofreciendo redención tanto a sus héroes ignorados como a sus villanos silenciosos; cada registro es un pequeño destello en la condición humana tan vastamente importante como inaccesible, otra piedra desenterrada que ve una nueva luz.

 

Traducción de Ernesto Bottini