Se puede decir que la teoría literaria aparece cuando la aproximación a los textos literarios deja de basarse en consideraciones no lingüísticas, esto es, históricas y estéticas, o, de un modo algo menos tosco, cuando el objeto de debate ya no es el significado o el valor sino las modalidades de producción y de recepción del significado y del valor previas al establecimiento de éstas –lo cual implica que este establecimiento es lo suficientemente problemático como para requerir una disciplina autónoma de investigación crítica que considere su posibilidad y su posición. La «historia literaria», incluso considerándola a la máxima distancia de los lugares comunes del historicismo positivista, es todavía la historia de un entendimiento cuya posibilidad no se cuestiona.
[Fragmento de «La resistencia a la teoría», de Paul de Man. Edición de Wlad Godzich. Traducción de Elena Elorriaga y Oriol Francés. Madrid: Visor, 1990. pp. 11-37]
La cuestión de la relación entre la estética y el significado es más compleja, ya que la estética aparentemente tiene que ver con el efecto del significado en vez de con su contenido per se. Pero la estética es, de hecho, –desde su desarrollo inmediatamente anterior a Kant y con él– un fenomenalismo de un proceso de significado y comprensión, y puede ser «ingenua» por cuanto, postula (como su nombré indica) una fenomenología del arte y de la literatura que bien puede ser lo que esté en tela de juicio. La estética es parte de sistema universal de filosofía en vez de una teoría específica. En la tradición filosófica del siglo XIX, el reto de Nietzsche al sistema erigido por Kant, Hegel y sus sucesores es una versión de la cuestión general de la filosofía.
La crítica de Nietzsche a la metafísica incluye, o parte de, lo estético, y lo mismo podría decirse de Heidegger. La invocación de prestigiosos nombres de filósofos no da a entender que el actual desarrollo de la teoría literaria sea una consecuencia lateral de especulaciones filosóficas más amplias. En algunos raros casos parece existir un nexo directo entre la filosofía y la teoría literaria. Más frecuentemente, sin embargo, la teoría literaria contemporánea es una versión relativamente autónoma de cuestiones que también aparecen, en un contexto diferente, en la filosofía, aunque no necesariamente de una forma más clara y rigurosa. La filosofía, en Inglaterra igual que en el continente, está menos liberada de modelos tradicionales de lo que a veces sus exponentes pretenden creer, y el lugar prominente, aunque nunca dominante, de la estética entre los principales componentes del sistema es una parte constitutiva de este sistema. Por tanto, no es sorprendente que la teoría literaria contemporánea haya surgido fuera de la filosofía y, a veces, en rebelión consciente contra el peso de su tradición. La teoría literaria bien puede haberse vuelto un objeto de interés legítimo de la filosofía, pero no puede ser y asimilada a ella, ni basándose en hechos ni teóricamente. Contiene un momento necesariamente pragmático que la debilita como teoría, pero que añade un elemento subversivo de impredictibilidad y la convierte en una especie de comodín en el serio juego de las disciplinas teóricas.
El advenimiento de la teoría, la ruptura que ahora se deplora tan a menudo y que la sitúa aparte de la historia literaria y de la crítica literaria, tiene lugar con la introducción de la terminología lingüística en el metalenguaje sobre la literatura. Por terminología lingüística se entiende una terminología que designa la referencia antes de designar al referente y tiene en cuenta, en la consideración del mundo, la función referencial del lenguaje o, para ser más explícitos, que considera la referencia como una función del lenguaje y no necesariamente como una intuición. La intuición implica percepción, consciencia, experiencia y conduce inmediatamente al mundo de la lógica y de la comprensión con todos sus correlatos, entre los que la estética ocupa un lugar prominente. El supuesto de que puede haber una ciencia del lenguaje que no sea necesariamente una lógica lleva al desarrollo de una terminología que no es necesariamente crítica. La teoría literaria contemporánea toma la alternativa en ocasiones tales como la aplicación de la lingüística saussureana a los textos literarios.
La afinidad entre la lingüística estructural y los textos literarios no es tan obvia como puede parecer ahora, con la percepción retrospectiva de la historia. Peirce, Saussure, Sapir y Bloomfield no se ocuparon, en un principio, de la literatura en absoluto, sino de las bases científicas de la lingüística. Pero el interés por la semiología de filólogos como Roman Jakobson o de críticos literarios como Roland Barthes, revela la atracción natural de la literatura hacia una teoría de los signos lingüísticos. Al considerar el lenguaje como un sistema de signos y de significación en lugar de una configuración establecida de significados, se desplazan o suspenden las barreras tradicionales entre los usos literarios y Presumiblemente no literarios del lenguaje y se libera al corpus del peso secular de la canonización textual. Los resultados del encuentro entre la semiología y la literatura fueron bastante más allá que los de muchos otros modelos teóricos –filológicos, psicológicos o clásicamente epistemológicos– que los escritores sobre literatura en búsqueda de modelos tales habían probado antes. La capacidad de respuesta de los textos literarios al análisis semiótico es visible en el hecho de que, mientras otros acercamientos no eran capaces de ir más allá de observaciones que podían ser parafraseadas o traducidas en términos de conocimiento común, estos análisis revelaban configuraciones que sólo podían ser descritas en términos de sus propios aspectos, específicamente lingüísticos. La lingüística de la semiología y la de la literatura tienen aparentemente algo en común que sólo su común perspectiva puede detectar y que les pertenece distintivamente a ellas. La definición de este algo, a menudo referido como literariedad, se ha convertido en el objeto de la teoría literaria.
La literariedad, sin embargo, se malentiende a menudo de un modo que ha provocado gran parte de la confusión que domina la polémica de hoy. Se supone con frecuencia, por ejemplo, que la literariedad es otra palabra para designar la respuesta estética, u otro modo de ella. El uso, en conjunción con literariedad, de términos tales como estilo y estilística, forma o incluso «poesía» (como en «la poesía de la gramática»), todos los cuales tienen fuertes connotaciones estéticas, ayuda a alimentar esta confusión, incluso entre aquellos que primero pusieron el término en circulación. Roland Barthes, por ejemplo, en un ensayo apropiada y reveladoramente dedicado a Román Jakobson, habla elocuentemente de la búsqueda por parte del escritor de una perfecta coincidencia entre las propiedades fónicas de una palabra y su función significante. «También nos gustaría insistir en el cratilismo del nombre (y del signo) en Proust... Proust ve la relación entre el significante y el significado como motivada, uno copiando al otro y representando en su forma material la esencia significante de la cosa (y no la cosa misma)... Este realismo (en el sentido escolástico del término), que concibe los nombres como «copia» de las ideas, ha tomado, en Proust, una forma radical. Pero bien se puede uno preguntar si esto no está más o menos conscientemente presente en toda la escritura y si es posible ser escritor sin algún tipo de creencia en la relación natural entre los nombres y las esencias.
La función poética, en el sentido más amplio del término, sería así definida por una conciencia crítica cratiliana del signo, y el escritor sería el encargado de transportar este mito secular que quiere que el lenguaje imite a la idea y que, en contra de las enseñanzas de la ciencia lingüística, cree que los signos son motivados»1. En la medida en que, el cratilismo supone una convergencia de los aspectos fenomenales del lenguaje, como el sonido, con su función significante como referente, es una concepción orientada estéticamente. De hecho, y sin distorsión, se podría considerar la teoría estética, incluyendo su formulación más sistemática con Hegel, como el despliegue completo del modelo del cual la concepción cratiliana del lenguaje es una versión. La referencia algo críptica de Hegel a Platón en la Estética bien puede ser interpretada en este sentido. Barthes y Jakobson a menudo parecen invitar a una lectura puramente estética, y sin embargo hay una parte de su afirmación que se mueve en la dirección opuesta, ya que la convergencia de sonido y significado celebrada por Barthes en Proust y, como Gérard Genette ha mostrado decisivamente, más tarde desmantelada por Proust mismo como una tentación seductora para mentes oscurecidas, también se considera aquí un mero efecto que el lenguaje puede lograr perfectamente, pero que no guarda ninguna relación sustancial, por analogía o por imitación de base ontológica, con nada más allá de ese particular efecto. No es una función estética sino retórica del lenguaje, un tropo identificable (la paronomasia) que opera al nivel del significante y que no contiene ninguna declaración responsable sobre la naturaleza del mundo –a pesar de su fuerte potencial para crear la ilusión opuesta. La fenomenalidad del significante, como sonido, está incuestionablemente implicada en la correspondencia entre el nombre y la cosa nombrada, pero el nexo, la relación entre la palabra y la cosa, no es fenomenal sino convencional.